Cuentos de Cuarentena | Relatos de cuando el mundo se paró II - Runrun
Cuentos de Cuarentena | Relatos de cuando el mundo se paró II

Un hombre que riega un jardín para no olvidar, un tuqueque que ya tiene nombre propio, una venezolana varada en Nicaragua hasta nuevo aviso y los ácaros de la abuela: son algunos de los Cuentos de Cuarentena que leerás en Runrunes, El Pitazo,Tal Cual y las rrss de El Bus TV. Todos ilustrados por Crack Estudio y Meollo Criollo.

Este es el segundo lote de relatos verídicos sobre el momento en el que el mundo se detuvo por la pandemia del coronavirus.

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Tragedias falsas

En un laberinto siento que ruedan mis pensamientos en medio del virus al que busco escapar y, a mi paso, solo encuentro tijeras que me permiten recortar tantas tragedias que no resultaron ser ciertas. 

 

Chara Latuff 

Venezuela

 

El tuqueque

 

 

Supe que ya tenía demasiadas semanas en casa cuando, a eso de las dos de la madrugada, fui a la cocina -prendiendo luces y haciendo ruido-, a servirme un vaso de agua directamente de la marmita. Yo que vierto el chorro y un tuqueque olímpico que sale nadando asustado, cae dentro del vaso y, con el mismo impulso, pega un brinco y se adhiere jadeante a la ventana. El susto fue mutuo. Nunca antes un “suborden reptil quizá del Cretáceo superior” había llegado a este apartamento del piso 10. Y así nos quedamos viéndonos, midiéndonos, con cara de: “¿Y para dónde tengo que correr?”. Amaneció y tras un cabeceo, ¿suyo? ¿mío?, se fue. Como estamos en cuarentena, viene todas las madrugadas y me sigue intimidando. Él como que está cobrando más valor y ya reclama su territorio. Ahora lo llamo Juancho.

Carolina Espada

Venezuela

 

Nicaragua: 40 infinitos   

 

 

Mi cuarentena empezó mucho antes de que el coronavirus llegara a Venezuela y, a la vez, nunca empezó. Mi aventura inició en un viaje que se planificó durante meses: un viaje Caracas-Managua con escala en Panamá que tenía como finalidad visitar a mi familia que no veía desde hacía 13 años y poder hacer diligencias pendientes. 

Una semana antes de mi vuelo se impusieron las sanciones a Conviasa y quedé en un estado de incertidumbre hasta que llegó el gran día: bajo a Maiquetía, abordamos el avión, estamos a punto de arrancar motores y, en ese momento, le comunican a la aerolínea que Panamá no nos surtirá gasolina en su aeropuerto. En ese avión no podemos viajar. Nos toca esperar ocho horas para abordar un Airbus vacío que voló a Panamá y pudo después seguir a Managua sin cargar combustible. 

Todo estuvo tranquilo durante unas semanas. Tuve mi cita en la Embajada Americana para la renovación de mi visa y, aunque todo salió perfecto, ya se notaba que algo grave venía: ese mismo día la embajada informó que todas las citas estaban canceladas hasta nuevo aviso. El coronavirus empezaba a mandar a la gente a sus casas. 

Después, en Venezuela, arreciaron las medidas de cuarentena. Se acercaba el día de mi regreso y muchos países empezaban a cerrar sus espacios aéreos. Pensé que lo lograría en la rayita, como me ocurrió con la visa, pero no. Un par de días antes de mi viaje Conviasa informó que sus vuelos estaban cancelados, así que aquí me quedé: en cuarentena en un país que no está en cuarentena, en un viaje que se ha visto plagado de patria y virus. 

Agradezco que mi trabajo es digital y lo hago desde mi laptop. Solo espero por el día en que se restituyan los vuelos y la normalidad: el problema no será llegar a Maiquetía sino sortear los puntos de control y la escasez de gasolina para poder llegar a mi amada Valencia. 

No sé si esto es un cuento de cuarentena, ¡pero cuento sí es!

María de los Ángeles Montoya

mamontoya51@gmail.com

 

De terror 

 

 

Entre otras cosas, la cuarentena me dio por limpiar. Limpiar y ordenar. Ya saben, esto de aquí pasa para allá y lo de allá viene para acá. De la cesta de ropa sucia convertida en closet de lencería saqué manteles y pañitos olvidados. También la cobija de la abuela. Olía bien. Bueno, no olía mal. Por tonterías sentimentales me la llevé conmigo a la cama. No pude dormir. La noche siguiente tampoco. Me picaba todo de la cabeza a los pies. En la mañana del tercer día lavé y planché lo que se atravesaba en el camino. Hasta el sofá, por si acaso. Qué COVID ni qué COVID: por una semana al menos, mi terror fueron los ácaros.

María Gabriela Mata Carnevalli

Venezuela. 

 

Tierra mojada 

 

Hoy, un día más del confinamiento y distanciamiento social. Hoy, como los otros días, me levanté, comí, salí al jardín, leí, comí, descansé, preparé café, trabajé y regué. En distintos interludios atendí el celular: Gmail, Signal, Telegram, WhatsApp, Twitter e Instagram. En la tarde tocó regar porque aún no llegan las lluvias. Regando busco que toda la superficie se empape, lo que causa ese olor a tierra mojada que relaja y recuerda momentos de frescura y lluvia: veo fluir el agua y me distraigo, me pierdo en el líquido y en mis pensamientos; una y otra vez a ti, a tu recuerdo, a tu imagen nítida como si te tuviera enfrente, tu gran sonrisa, los hoyuelos en tus cachetes, los reflejos rojizos de tu cabello, tu piel lozana, tus hermosos ojos marrones, los secretos que guardas con tanto recelo porque eres extremadamente reservada (cosa que no lo sabría quien te esté conociendo porque eres extrovertida y alegre). Siento zozobra, necesidad de verte en persona, de abrazarte largo, de compartir tiempo contigo, de hablar de cualquier cosa o de nada, porque solo estar contigo me da paz. Te extraño mucho. 

Cuando vuelvo a la realidad, ya he terminado de regar, un poco más triste que antes. Todo el jardín está listo, el olor a tierra mojada es intenso, pero no me relaja, no me refresca, no me alivia. No me queda más que recoger las cosas, resignarme y esperar.

Rene Pirotte Morales

Venezuela.