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Los de afuera y los de adentro, por Elías Pino Iturrieta

 

¿Quién saca a los pueblos del atolladero? ¿Quién abre el camino para colmar sus esperanzas y satisfacer sus necesidades? Las preguntas tienen hoy mucho sentido, debido a que ha tomado cuerpo la idea de la necesidad de que fuerzas foráneas liberen a Venezuela del horror en el cual se encuentra sumida. El tiempo prolongado de una dominación cada vez más insoportable y la debilidad de los elementos que, desde la escena interior, debían ocuparse de arrojarla a la basura, incrementan la sensación de que solo con la acción de elementos, esos sí eficaces, que operan fuera de nuestras fronteras, se soluciona el entuerto. El tema necesita reflexión, pero también oposición, según se tratará de plantear ahora.

Es evidente que el problema venezolano se ha salido de cauce, hasta provocar conductas de alarma en el vecindario latinoamericano y en las discusiones de organismos internacionales como la OEA y la ONU. Se puede decir, sin exageración, que ya es habitual el tratamiento del tema nacional en foros de importancia y en la prensa del exterior, tanto en América como en Europa. En consecuencia, se han involucrado intereses de sobra para que las penalidades materiales de la nación y la continuidad de una dictadura inmisericorde se salgan de los confines domésticos para circular en discusiones de trascendencia que suceden con frecuencia en otras latitudes. El solo hecho de las migraciones masivas, que no solo informan sobre una necesidad gigantesca de escapar del infierno, sino que también acarrean problemas infinitos a las sociedades que las reciben, fundamenta las preocupaciones aludidas y anuncia la posibilidad de medidas pensadas por otras administraciones del hemisferio para librarse de un problema que se les puede escapar de las manos. Si se agrega el hecho de la ineficacia de la oposición como rival de la dictadura, se nos invita cada vez más a estar pendientes de lo que puedan hacer afuera por nosotros.

La situación nos deja mal parados como pueblo. El espectáculo de una colectividad atenida a lo que puedan hacer los demás por ella no es edificante, sino todo lo contrario. Cruzar los brazos propios para esperar el auxilio de los brazos ajenos propone una imagen de desinterés y dejación que no transmite sensaciones constructivas ni apego a valores dignos de trascendencia cívica, a través de los cuales se pueda llegar a metas superiores de convivencia. Los espectadores no hacen la historia, sino únicamente los individuos que se comprometen con ella cada día en la búsqueda de soluciones, por más complicadas que se observen. Esperar del otro lo que no puede hacer uno mismo arroja señales de dolor y preocupación, debido a las cuales se puede corroborar la existencia de un pueblo anodino que ni siquiera puede pensar en las cosas que le incumben más de cerca y más que a nadie. Pareciera que los líderes que hasta ahora han tratado de enfrentarse a la dictadura no paran mientes en semejante entrega, en la calamidad de dejar hacer como si se tratara de situaciones ajenas y triviales, o quizá no quieran tocar el asunto para no verse en el espejo de una colectividad incapaz de responder por su destino.

Una intervención foránea no solo descubre nuestra venezolana incompetencia, nuestra oriunda pasividad, nuestra criolla pachorra cómplice, sino también los peligros que puede acarrear, aun cuando se trate de presiones diplomáticas y de estrecheces de naturaleza económica dirigidas por potencias del exterior que no impliquen necesariamente movimientos armados. Al hecho de presentarnos de bulto como una sociedad incapaz de enfrentar sus desafíos, se agregaría el baldón de que fuésemos más títeres que antes, más inanimados que en el pasado reciente, más enanos que en las horas anteriores; y, desde luego, más próximos a las convulsiones que hasta ahora hemos tratado de evitar con más pena que gloria.

Ante tal panorama conviene recordar que, independientemente de los resortes específicos que los mueven, los gigantes no son aficionados a compadecerse de los pigmeos sino solo cuando los pigmeos crecen, aunque sea un poquito; cuando se les parecen en algo, cuando dan señales de vida que los convierten en personas parecidas a los auxiliadores por cuya presencia se clama con menos vergüenza que dignidad.

 

@eliaspino

El Nacional

epinoiturrieta@el-nacional.com

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