¡Oye, Pacheco! - Runrun
Samuel González-Seijas Feb 17, 2021 | Actualizado hace 4 semanas
¡Oye, Pacheco!

Johnny Pacheco con «aquella flauta que sabía convertir en instrumento de percusión». Foto Gary Williams en elnuevodia.com

@lectordepaso

Doy fe de que me hice salsero entre los 7 y 11 años. Lo supe tiempito después porque, en las fiestas de mi casa, todas mis tías me sacaban a bailar. Ninguna de ellas supo, ni mi madre que a esa edad lo sabe todo de uno, cómo me había hecho bailarín, y bueno.

Resulta que la culpa de esa educación musical y sentimental la tuvo el señor Ángel, quien era por esa época, 78-81, el dueño y conductor del transporte con el que me dejaba, a veces dolorido, otras eléctrico, en la entrada del San Judas Tadeo, mi colegio en La Pastora.

El señor Ángel era un gallego o isleño (ahora que lo pienso) alto y fuerte que llevaba como distintivo unos lentes gruesos que le hacían ver los ojos chiquitos. Además, en la punta de todo su ser brillaba como una esfinge el poder de un carácter de perros. Se sulfuraba y con razón.

¿Cómo soportar day by day a diez muchachitos pegando gritos desde las seis de la mañana y luego al mediodía, de regreso? Además hacía calor. En mi niñez siempre hacía calor. Y yo salía con sueño de mi casa y regresaba con él, sudado y con dolor de cabeza.

Y el sr. Ángel nos tenía a raya.

En esas condiciones, pues, y para lograr que el pasaje que ocupaba ese auto tipo ranchera a punto de destartalarse no se saliera de madre más de la cuenta, el conductor Isleño (sí, eso era) encendía la radio a un volumen de fiesta al que, al menos yo, no estaba acostumbrado.

Puedo decir que fui sometido a esa especie de trato que reciben los espías capturados en campo enemigo, porque recibir andanadas de música cuando uno está en duermevela todavía no puede llamarse sino lavado de cerebro.

Y la música que atravesaba mis oídos renuentes era la salsa. Sí, la mismísima salsa que salía de aquel radio, emitida por la programación de Radio Rumbos.

Era, sin duda, una ordalía, una prueba, una tortura que, andando los años, pocos, se instaló en mi cabeza con potencia y autonomía. Quién lo iba a decir.

Aprendí a seguir los quiebres de la melodía; los saltos, retrocesos y reiteraciones del ritmo; las salidas rápidas en improvisaciones y las carcajadas que a veces cierran una descarga.

Así, cuando en las tardes estaba ya en plan de hacer tareas, de pronto se me venían a la boca frases de los coros que oía. Sin saberlo, cantaba a Harlow, a Blades, a Lavoe, a la enorme Celia, que además se parecía mucho a mi abuela Elba, y por supuesto, a Johnny Pacheco.

Desde luego no sabía que era él, solo movía los hombros o los dedos sobre la rodilla siguiendo la evoluciones de su flauta mágica y juguetona.

Los grandes tatuajes musicales que Pacheco dejó en mi alma novicia están hechos con las voces de Blades, Pete Conde Rodríguez, Justo Betancourt y Celia, principalmente.

Una vez que en televisión pude ver quién era, la sensación que me dio fue la de ser un pachanguero, palabra que, por entonces, estaba en el ambiente.

Pacheco no daba la idea de dirigir nada sino de meter a toda esa gente que tocaba y cantaba para él en un nivel superior de la fiesta y del cuerpo feliz y agradecido. Uno lo veía y notaba a un hombre que podía divertirse sin culpa. Había en Pacheco una corriente continua, bien administrada, que llegaba a sus picos a través de aquella flauta que sabía convertir en instrumento de percusión.

Por algo era el mascarón en la proa de todo ese Olimpo de la salsa. Él era su dios regente.

Ahora que ha muerto, lanzo mis imágenes al oleaje salado de lo vivido. Y lo hago sin tristezas, lo hago agradecido. Pacheco me dio lo que solo él podía darme en aquellos días: elegancia para el lance, contención y disfrute culto de la alegría.

Salud, masterísimo.

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