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#HistoriaDeMédicos | Cordones sanitarios del siglo XIX

Imagen: fragmento de la obra El triunfo de la Muerte (c. 1562) de Pieter Brueguel el Viejo, en Wikipedia, dominio público.

@eliaspino

En nuestro siglo XIX, el gobierno central no puede controlar las emergencias provocadas por el desarrollo de las pandemias. Sin presupuestos adecuados, pero también sin la autoridad capaz de imponerse en la vastedad de un territorio incomunicado, predomina una situación de dislocamiento que se tratará de describir a continuación mediante la muestra de evidencias a través de las cuales se pueden captar las limitaciones de la época, lo que tuvieron qué experimentar los antepasados para hacer la república que logra consolidación en el siglo XX. Veremos ahora casos muy elocuentes.

En 1832, los vecinos de Araira hacen patrullas para impedir la salida de sus habitantes, debido a que suponen la existencia de una epidemia de vómito negro cuya propagación deben impedir. Al enterarse de la situación, los miembros de la Facultad de Medicina de la Universidad de Caracas se quejan en la prensa, y piden al gobierno que envíe personas adecuadas para hacer la vigilancia. Pero no estamos ante un caso aislado.

Armados con palos, pistolas, cuchillos, machetes y lanzas, “gritando y amenazando en nombre del gobierno y de la Iglesia, haciendo guardias de madrugada a madrugada”, unos violentos sujetos se oponen a que los habitantes de San Francisco de Tiznados traspasen sus fronteras. El pánico provocado por las noticias sobre una peste, que han circulado en marzo de 1842, conduce a este tipo de desenlaces que no buscan la curación ajena, sino la salvación propia.

En 1853 ocurre un suceso parecido en Valera. Según informa Diego Bustillos, célebre médico de Trujillo, la aparición de la enfermedad llamada Tifus de América provoca el encierro forzado e ilegal de los valeranos. Pese a que no se trataba de un mal contagioso, en los aledaños organizan fuerzas para mantener a las personas dentro de la población y para que nadie del exterior pueda aproximarse. Las autoridades de los lugares limítrofes, “dejándose llevar de un celo exagerado, con sus acuerdos inconsultos negaron toda especie de recursos a un pueblo afligido y a un pueblo hermano, con quien se hallan ligados por los estrechos vínculos de religión, de política, de comercio y hasta de familia”. Así abunda sobre la situación el doctor Juan Nepomuceno Urdaneta, en pliego que envía a Caracas sobre los hechos.

Pero estos cordones sanitarios no eran infrecuentes, según el doctor Urdaneta. Asegura que, debido a los flacos presupuestos que apenas permitían un movimiento espasmódico e ineficaz de la administración pública, no pocos procuran la salvación a su manera. Seguramente las historias del sacrificio de pueblos enteros por el azote de una enfermedad, sobre la falta de médicos y sobre la pobreza de los hospitales, alimentan la sensación de vivir en un territorio mustio y agrio, y al entendimiento de la subsistencia como un milagro, o como un asunto privado o individual que habitualmente termina mal. 

Para ver cómo la gente procura entonces las salvaciones a su manera, veremos para terminar un documento suscrito por un grupo de habitantes de Barinas cuando reciben la noticia de que les cambiarán al médico por un juez. Escriben al presidente de la república, en un documento de 1839:

Los pleitos los podemos resolver, casi siempre por las buenas y a veces por las malas, entendiéndonos entre nosotros como siempre ha sucedido aquí. O séase que podemos ser jueces nuestros propios jueces naturales (sic), sin que se saque plata para emplear un señor que sabe lo que nosotros sabemos; la plata se necesita para pagar el Doctor, que en eso si sabe más que cualquiera, mientras los juicios pueden esperar en el tiempo sin que nadie se valla (sic) a morir por eso, pues la peste y las tercianas no son problemas de tribunal, sino del cuerpo.

En el esquema de las prioridades, los barineses de 1839 apuestan por la medicina. La justicia es una coyuntura que se maneja como se ha manejado desde antes y de la cual no se pueden esperar catástrofes de importancia. Se las pueden arreglar sin tribunales, apelando a las costumbres, a las influencias locales y quizá hasta al uso de la fuerza. En cambio, no se sienten capaces de enfrentar el reto de las epidemias y las fiebres. Son asuntos que requieren conocimientos especializados que no están a su alcance, o que, en casos como los que aquí se han esbozado, dependen de la arbitrariedad de los tumultos y de los llamados del pánico.

¿Tiempos superados? Sin las ataduras que deben controlar la imaginación del historiador, el lector del país de nuestros días puede opinar a sus anchas.