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El mito de CAP y la justicia

Se le quiere presentar a CAP como a un mártir de la virtud política en medio de la descomposición que antecedió al catastrófico ascenso del chavismo. Yo disto mucho de esa apreciación

 

@AAAD25

Cuando comencé esta columna de opinión hace casi siete años, y así la mantuve por mucho tiempo, la idea era comparar algún hecho importante contemporáneo con otro del pasado. Fue un buen método para alguien que acababa de egresar de la universidad y que trataba de darse a conocer con una oferta más o menos original en un mundo ya bastante poblado de generadores de opinión (vean nada más lo que implicó en tal sentido la democratización de las comunicaciones vía redes sociales). Pero llegó un momento en el que ese modus operandi no solo cumplió su propósito, sino que se volvió limitante, por lo que decidí dejarlo y simplemente comentar la actualidad noticiosa sin la muleta de una mirada por el retrovisor. Eso no quiere decir que el pasado haya dejado de ser importante para mí y que esta columna nunca volverá a invocar a Clío, musa de la historia.

Hoy vuelvo a hacerlo en el marco del centenario del natalicio de Carlos Andrés Pérez, que específicamente se cumple el 27 de octubre. No se ha esperado hasta el día preciso del onomástico para que vea luz un conjunto de textos en distintos medios de comunicación conmemorando al último de los notables mandatarios andinos que tuvo Venezuela durante el siglo pasado. Muchos de ellos, en tono total o mayormente halagüeño. No me opongo a que sea así. A menos que se trate de personas con obra inequívocamente perversa, es natural que el recuerdo de su vida en fechas especiales se enfoque en los aspectos positivos. Pero yo voy a diferir, sin ningún ánimo de ser chocante o de ofender o repudiar a quienes tienen a CAP en gran estima. Porque creo que hay un problema que trasciende la ocasión conmemorativa de este año.

Me parece que en años recientes se ha construido un mito en torno a Pérez.

Hay una tendencia a enfocar exclusivamente las medidas de sus dos gobiernos que redundaron en beneficio del país, que ciertamente las hubo, y a desestimar sus errores y vicios, que también los hubo y no fueron pocos. Pareciera que se le quiere presentar como a un genial visionario, un mártir de la virtud política en medio de la descomposición que antecedió al catastrófico ascenso del chavismo e incluso como uno de nuestros mejores presidentes. Yo disto mucho de esa apreciación. CAP no es para mí ni siquiera el mejor mandatario del período democrático, honor que corresponde a Rómulo Betancourt.

Tampoco es el peor (a mi juicio, Jaime Lusinchi lo fue). Lo que sí lo distingue es su posición como el presidente democrático más difícil de juzgar. Por el complicado balance de sus luces y sombras.

En este artículo, voy a recordar lo segundo. Quien quiera traer a colación lo bueno, puede leer o enviar por cadena de WhatsApp cualquiera de los muchos que, como dije, ya fueron publicados con esa perspectiva. No pretendo desmentirlos, sino mostrar otra arista del personaje en cuestión, en aras de cuestionar otro más de esos ridículos cultos a figuras públicas que a tanta gente gustan y que son perniciosos para el pensamiento republicano sobre el pasado y el presente.

Comencemos entonces con lo fácil: el primer gobierno de Pérez. Hasta sus admiradores empedernidos de hoy admiten que esa no fue su faceta más brillante. Después de todo, fue un momento de ruptura con la trayectoria de crecimiento económico y ascenso social relativamente lentos pero seguros que, en mi opinión, constituyen la cumbre de nuestro desarrollo cívico como nación. No es que los gobiernos de Betancourt, Raúl Leoni y Rafael Caldera hayan sido epítome del liberalismo laissez-faire, pero con CAP pasamos a un estatismo mucho mayor, cuyo principal elemento fue sin duda la nacionalización completa de la industria petrolera y el nacimiento de Pdvsa.

Hechos que coincidieron con un repunte sin precedentes en el precio del crudo como producto de conflictos en el Medio Oriente. Entre eso y un endeudamiento excesivo, Venezuela vivió en los 70 una ilusión de prosperidad marcada por el dinero fácil y los faraónicos proyectos estatales ordenados por el gobierno de Pérez. Como sabemos, el espejismo se desvaneció al cabo de pocos años y la irresponsabilidad fiscal dio pie a dos décadas de desmejora socioeconómica aguda, caldo de cultivo para la pérdida de prestigio de la democracia y el surgimiento del populismo chavista.

Se habla menos de que, mientras que sus tres predecesores inmediatos fueron bastante probos, el gobierno de CAP en los 70 fue el primero de la democracia afectado por denuncias graves de corrupción. El caso del buque Sierra Nevada es tan solo el más notable y memorable.

La gente prefiere rememorar el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, precisamente porque fue un intento de enmendar los yerros del primero. Hubo un desmontaje de los controles de cambio y de precios, ciertamente un paso en la dirección correcta. Pero esta tan aclamada liberalización fue en realidad bastante tímida. Las empresas privatizadas, como Cantv y Sidor, apenas constituyeron un puñado, y se mantuvo intacta la hegemonía pública absoluta sobre la industria petrolera. Yo no soy liberal à la Milton Friedman y no me opongo a que el Estado tenga empresas en ciertas áreas, pero sí creo que históricamente el Estado venezolano ha tenido demasiadas y que los monopolios públicos son especialmente perniciosos. Eso no cambió durante el segundo gobierno de Pérez.

Además, la necesidad de un giro fue muy mal comunicada. Millones eligieron de nuevo a Carlos Andrés Pérez con la expectativa de una segunda Venezuela saudita. Su campaña electoral no aclaró que eso no iba a ser posible. Y poco después de una fastuosa ceremonia de juramentación en el Teatro Teresa Carreño, vinieron los anuncios sobre la dura realidad.

Eso me lleva al horror del Caracazo. Será una opinión impopular en el contexto de la beatificación de Pérez, pero aun así lo diré: a pesar de que aquel estallido de disturbios y saqueos fue moralmente injustificable, la represión del mismo sí fue excesiva y plagada de violaciones severas de derechos humanos. Me adelanto a atajar cualquier planteamiento edulcorante de la reacción gubernamental que sostenga que el Caracazo en realidad fue planificado en secreto por una cábala de la izquierda subversiva. He visto varios argumentos en ese sentido, pero todos se basan en conjeturas especulativas, sin prueba alguna.

Sí hay evidencia de que agentes de dicha izquierda trataron de convertir el caos ya desatado en una revolución marxista (y fracasaron), pero no de que lo hayan generado. Por navaja de Ockham, tiene más sentido asumir que el Caracazo fue un estallido espontáneo del polvorín de descontento acumulado por una evidente caída en la calidad de vida. Creo que estas teorías conspirativas hoy en boga son formas de racionalizar la disonancia cognitiva entre un pasado idealizado y la realidad, para así hacer la elección subsiguiente de Hugo Chávez más injustificable aun que lo que fue.

Ahora bien, ¿a qué se debe esta mitificación de CAP? Pues, parte de la razón tal vez sea demográfica y cronológica. Las generaciones que vivieron la democracia temprana como adultos con capacidad para el juicio político están desapareciendo. Otras como la de mis padres, entraron a la adultez un poco antes del segundo y muy reivindicado gobierno de Pérez, o durante el mismo. Visto en perspectiva, debe lucir como lo mejor que han vivido como votantes.

Pero yo creo que la principal causa es reactiva, con respecto al chavismo. CAP representa hasta cierto punto lo contrario a la cúpula gobernante actual.

Para empezar, el chavismo se dio a conocer ante el público con dos insurrecciones armadas contra Pérez. La caída de CAP es atribuida al clima de crítica en mala fe a la democracia venezolana del cual el chavismo emergió como fenómeno de masas, propiciado por intelectuales, medios de comunicación y hasta por el resto de las elites políticas de entonces. CAP, excepto por el paréntesis de demagogia izquierdista en los 70, es además el villano perfecto en la propaganda chavista, lo cual lo puede hacer un héroe trágico ante cualquiera que haya sufrido en carne propia los desmanes del chavismo, por una operación mental un tanto maniquea.

Veamos: ministro del Interior en el gabinete de Betancourt, y como tal, encargado de enfrentar a las guerrillas comunistas; ejecutor en su segunda presidencia de un “paquetazo neoliberal” que, pese a su ya aludida moderación, fue visto como anatema por la izquierda más rancia; responsable de los cientos de muertes durante el Caracazo; y, quizá lo más importante, sobreviviente a los golpes de Estado del 92 y, ergo, símbolo del fracaso de la épica chavista originaria.

Esta reacción es una forma muy infantil de lidiar con la historia, como si fuera un juego de héroes y villanos arquetípicos. Para rechazar un presente nefasto que emergió en contra de un pasado mejor pero imperfecto, no hay que desconocer dicha imperfección. Si idealizamos acríticamente el pasado y asumimos que todo estaba bien hasta que de la nada surgió un poder maligno a contaminar todo, pues cuando llegue un nuevo peligro no lo podremos contener a tiempo.

No creo que poner a Carlos Andrés Pérez en un lugar de la memoria que no sea ni angelical ni demoníaco sea hacerle una injusticia. La justicia, decía Platón, era darle a cada quien lo que merece. No tenemos que incurrir en el castigo estricto y draconiano que el ideario platónico depara a los ofensores. Aristóteles nos invita acertadamente a ser misericordiosos, a considerar las circunstancias que llevaron a una persona por malos caminos y recordar también el bien que haya hecho. Se vale con el juicio a las figuras públicas fallecidas. Con Carlos Andrés Pérez el resultado es ese balance complejo de luces y sombras al que me referí. Podemos apreciarlo y criticarlo más o menos en igual proporción. Justicia.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

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