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Confesiones de un venezolano afortunado y preocupado
Hoy quiero hablarles de cómo ha sido mi vida en medio de la crisis humanitaria que sufre Venezuela desde hace casi una década

 

@AAAD25

Si uno tiene el inmenso privilegio de contar con un espacio regular de opinión en un medio de comunicación masiva, lo menos que puede hacer es dedicarlo a temas de interés público. Ponerse a hablar de uno mismo, como si la vida privada propia fuera relevante para el colectivo, puede entonces pasar por el colmo de la soberbia, la ridiculez y la frivolidad. Pero no siempre es así. En muy contadas ocasiones, el relato de experiencias personales en situaciones complicadas puede ayudar a otros que se encuentran en trances parecidos. O, en el contexto de un problema masivo, la manera en que uno se relaciona con el mismo facilita la empatía con el público al que se desea persuadir sobre cómo actuar al respecto.

Más o menos esa es la idea que subyace el artículo de hoy. Hoy quiero hablarles de cómo ha sido mi vida en medio de la crisis humanitaria que sufre Venezuela desde hace casi una década.

Pudiera decirse que es un conjunto de confesiones, sin aspirar de ninguna manera a la trascendencia de los escritos que en ese género hicieran genios como Agustín de Hipona o Rousseau, pero que de todas formas espero que ayuden a aclarar ciertos menesteres sobre lo que me importa como venezolano. ¿Y por qué tendría yo que confesar algo sobre un fenómeno de consecuencias tan compartidas y palpables como el que una economía se vaya al demonio y la inmensa mayoría de la población se empobrezca? Pues porque, en realidad, mi experiencia en ese ámbito no fue la de esa inmensa mayoría.

Varias veces me han preguntado por qué soy tan insistente (“intenso” es la palabra de moda hoy) sobre la necesidad de no conformarnos con este mediocre y abyecto statu quo de autoritarismo, injusticia y pobreza. ¿Es que acaso mi vida no ha sido, y sigue siendo, relativamente feliz y libre de carencias materiales a pesar de lo que le pasó a Venezuela? Quienes me conocen lo preguntan con seguridad. Quienes no me conocen, redes sociales mediante, lo hacen por suspicacia. Y tienen razón. Así que, en aras de la autenticidad de mi apelación, me veo obligado a hacer estas confesiones. No quiero hacerme pasar por la víctima que no he sido, porque estaría banalizando el sufrimiento de quienes sí estuvieron, o están aún, en un calvario.

Confieso entonces que aunque mi familia no llegó rica al momento en que estalló la crisis, nunca caímos en una situación de pobreza estructural. Ni siquiera pobreza de ingresos. Nosotros nunca pasamos hambre. No vivimos a base de mangos. No recuerdo que hayamos pasado por un período largo de tiempo sin consumir algún producto de la cesta básica involuntariamente. No hubo entre los míos ningún desorden fisiológico por falta de nutrientes. Sí, tuvimos que hacer colas largas en supermercados e ir a sitios fuera de nuestros hábitos para completar el abastecimiento doméstico. Pero comida variable siempre hubo en la nevera.

Y hablando de comida, lo cierto es que nunca dejamos de ir a restaurantes con regularidad. Yo mismo, un adicto a la vida cultural de dondequiera que esté, nunca dejé de asistir con frecuencia al cine y al teatro. Para moverme por la ciudad siempre conté con un carro, excepto cuando por alguna razón el mismo presentara un desperfecto inhabilitante. Así que la debacle del transporte público, con la falta de autobuses por falta de repuestos y los aumentos recurrentes del pasaje, no fue un dolor de cabeza para mí (aunque nunca dejé de usar el Metro, una rara afición mía, para mis periplos recreativos por el centro de Caracas).

Mi familia es caraqueña de pura cepa, con raíces en Catia y San Bernardino. Eso significa que somos beneficiarios de los privilegios que el chavismo decidió otorgarle arbitrariamente a la capital, a menudo a costa del resto del país. En comparación con zulianos y andinos, hemos sufrido muy pocos apagones, de menor duración. Nunca tuvimos que amanecer en una cola para poner gasolina. Creo que hasta nos ha pegado menos la falta de agua, a pesar de que ese es un problema del que Caracas no pudo escapar.

Fue en 2018, el peor año hasta ahora de la crisis, cuando me fui a Nueva York a estudiar un posgrado. Volví en 2020 a un país que ya estaba en plena perestroika bananera, con los horrores más espeluznantes atrás. De manera que, recapitulando, no puedo negar que he sido una persona inmensamente afortunada. Por ello, doy gracias todos los días.

Mi vida en Venezuela sigue siendo privilegiada, para los estándares del país. Estoy residenciado en una urbanización acomodada del este de Caracas, y no es bajo el techo de alguno de mis padres. Tengo un trabajo relacionado con lo que me apasiona y con sueldo relativamente alto. Excepto por viajar regularmente al extranjero para conocer otras culturas, no me privo de lo que me gusta.

¿A qué se debe entonces mi “intensidad” con el tema político venezolano? Pues se debe a que parto de la premisa, la cual ha sido bastante comprobada, de que sin un cambio de gobierno a duras penas cabe esperar que haya una recuperación inclusiva de la economía y que las masas recobren su calidad de vida. Me preocupo, entonces, por los que no viven como yo. Por los que tienen salarios que no llegan ni a $100. Por los que viven fuera de la burbuja caraqueña.

Por los que siguen considerando desafiar a la muerte atravesando las selvas del Darién en búsqueda de una vida decente en el norte.

Sobre todo ahora que los mecanismos que el gobierno desarrolló para desacelerar la inflación se están agotando. Temo por un recrudecimiento de la pobreza que ya está en niveles horrendos.

Ah, y si no me quieren creer el altruismo, pues déjenme decirles que me preocupo también por mi futuro. Nada en mi pasado ni en mi presente garantiza que seguiré teniendo esta vida. No con el caos político y económico del chavismo apoderado del país. Incluso si emigrara, no me pudiera desentender completamente de todo aquello, pues aquí seguirán todos mis seres queridos que por razones de edad no están en condiciones para reiniciar sus vidas afuera.

Noten que no he mencionado los riesgos de vivir en un país sin Estado de derecho, en el que si un poderoso te tiene ojeriza, hasta por las razones más insospechadas, te puede ir muy mal. Eso ya fue discutido en otro artículo y no veo necesario repetirlo.

He aquí mis motivaciones. Mi caso es minoritario, pero no único. Espero entonces que quienes hayan tenido experiencias similares en esta malhadada nación piensen lo mismo. Es un deber insistir en que no nos podemos dar por satisfechos.

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