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La gran maniobra: cuando la política es un teatro y el pueblo la utilería

En Venezuela hemos perfeccionado un arte insólito: convertir cada crisis en un espectáculo, cada amenaza en una puesta en escena, cada sufrimiento en un dato estadístico, y cada esperanza en un rumor que dura lo mismo que un apagón en Maracaibo. Ahora, la narrativa dominante oscila entre marines que nunca llegan y generales que siempre alertan sobre invasiones que jamás ocurren. Mientras tanto, los medios repiten con entusiasmo épico el libreto de Washington y de Miraflores, como si fueran dos compañías de teatro disputándose la taquilla de una tragicomedia nacional. Pero lo que realmente sucede es que la sociedad venezolana, la que madruga para buscar agua, se endeuda para comprar medicinas o inventa tres oficios para sobrevivir, no tiene butaca reservada en este teatro: es apenas el decorado.

En los titulares resuena la “esperanza” de una posible intervención, con barcos norteamericanos desplegados en el Caribe. La oposición, agotada en su propio laberinto, lo vende como un nuevo “globo de oxígeno”, la antesala de un rescate providencial. El régimen, experto en victimizarse, responde inflando su narrativa de “patria sitiada”, multiplicando maniobras militares, uniformes improvisados y cadenas de televisión. Entre ambas ficciones —la de los que esperan la caballería extranjera y la de los que se parapetan contra un enemigo invisible— queda atrapada la Venezuela real, la que diría Rómulo Gallegos, “sufre, ama y espera”.

Esa Venezuela invisible es la que sobrevive entre apagones que duran horas o días, donde una nevera es un lujo de museo y cocinar con leña se volvió costumbre urbana. Es la de los hospitales convertidos en salas de espera eternas, donde la medicina es reemplazada por promesas y la salud pública por rifas en redes sociales. Es la de las madres que multiplican milagros con harina, arroz y lentejas, y de los jóvenes que, mientras sueñan con emigrar, aprenden a ser plomeros, barberos y vendedores digitales, todo al mismo tiempo. La sociedad venezolana es hoy un país de acróbatas forzados: malabaristas que equilibran la esperanza con la desesperación en la cuerda floja de la sobrevivencia.

Y, sin embargo, los grandes debates siguen orbitando en la estratósfera de lo irreal: “¿habrá desembarco?”, “¿se atreverán los marines?”, “¿resistirá la revolución?”. Todo se discute menos lo que el venezolano común enfrenta en silencio: la educación que se desmorona, el salario que se evapora, la migración que desangra familias y pueblos enteros, la violencia que no necesita propaganda porque se siente en cada barrio. Es como si nos hubiéramos resignado a fingir que habitamos un país: un escenario con telón pintado de patria, donde el sonido ambiente es el discurso militar, pero tras bambalinas lo que hay es hambre, soledad y una lucha diaria por no rendirse.

A cada rumor de desembarco, la gente responde con un suspiro, pero no porque crea en la inminencia del rescate, sino porque en ese rumor se cuela la ilusión de que alguien más hará el trabajo que la política nacional no sabe o no quiere hacer. Esa “esperanza importada” funciona como un placebo emocional: mientras tanto, las colas, los cortes de luz, las remesas y los bodegones siguen marcando la vida real.

Y en medio de todo, los problemas invisibles siguen ahí, cada vez más profundos: la diáspora que fractura familias, los niños que crecen sin padres, los viejos que mueren en soledad, la desigualdad obscena entre la Venezuela de las neveras repletas en los bodegones y la de los comedores comunitarios, la violencia criminal que sigue cobrando vidas mientras las estadísticas oficiales maquillan la tragedia.

Quizás la mayor ironía sea esta: mientras se habla de invasiones, Venezuela vive su verdadera guerra, silenciosa y cotidiana, contra la pobreza, el exilio, la descomposición social y el cinismo político. No son marines ni tanques lo que enfrenta el ciudadano común, sino la indiferencia de un sistema que lo reduce a sobreviviente y la frivolidad de unas élites que lo usan de utilería.

Al final, lo que queda es una lección amarga pero profundamente ética: ningún barco en el Caribe, ningún despliegue mediático, ningún discurso salvador sustituirá la reconstrucción moral de un país que se ha acostumbrado a sobrevivir en lugar de vivir. Y esa es la verdadera tragedia: que, en medio de todas las narrativas bélicas y propagandísticas, el pueblo venezolano, el que sufre, trabaja y espera, sigue siendo invisible. Porque la política lo usa como bandera y el poder como escudo, pero nadie lo reconoce como protagonista de su propio destino. Y hasta que no entendamos eso, seguiremos siendo un país en espera, como un paciente terminal que finge salud mientras aguarda una operación que nunca llega.

  • @NixonDominguez | Historiador – Universidad de Los Andes / Magister en Gestión de Gobierno – Universidad Autónoma de Chile. / Instagram: Nixonjds

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

En Venezuela hemos perfeccionado un arte insólito: convertir cada crisis en un espectáculo, cada amenaza en una puesta en escena, cada sufrimiento en un dato estadístico, y cada esperanza en un rumor que dura lo mismo que un apagón en Maracaibo. Ahora, la narrativa dominante oscila entre marines que nunca llegan y generales que siempre alertan sobre invasiones que jamás ocurren. Mientras tanto, los medios repiten con entusiasmo épico el libreto de Washington y de Miraflores, como si fueran dos compañías de teatro disputándose la taquilla de una tragicomedia nacional. Pero lo que realmente sucede es que la sociedad venezolana, la que madruga para buscar agua, se endeuda para comprar medicinas o inventa tres oficios para sobrevivir, no tiene butaca reservada en este teatro: es apenas el decorado.

En los titulares resuena la “esperanza” de una posible intervención, con barcos norteamericanos desplegados en el Caribe. La oposición, agotada en su propio laberinto, lo vende como un nuevo “globo de oxígeno”, la antesala de un rescate providencial. El régimen, experto en victimizarse, responde inflando su narrativa de “patria sitiada”, multiplicando maniobras militares, uniformes improvisados y cadenas de televisión. Entre ambas ficciones —la de los que esperan la caballería extranjera y la de los que se parapetan contra un enemigo invisible— queda atrapada la Venezuela real, la que diría Rómulo Gallegos, “sufre, ama y espera”.

Esa Venezuela invisible es la que sobrevive entre apagones que duran horas o días, donde una nevera es un lujo de museo y cocinar con leña se volvió costumbre urbana. Es la de los hospitales convertidos en salas de espera eternas, donde la medicina es reemplazada por promesas y la salud pública por rifas en redes sociales. Es la de las madres que multiplican milagros con harina, arroz y lentejas, y de los jóvenes que, mientras sueñan con emigrar, aprenden a ser plomeros, barberos y vendedores digitales, todo al mismo tiempo. La sociedad venezolana es hoy un país de acróbatas forzados: malabaristas que equilibran la esperanza con la desesperación en la cuerda floja de la sobrevivencia.

Y, sin embargo, los grandes debates siguen orbitando en la estratósfera de lo irreal: “¿habrá desembarco?”, “¿se atreverán los marines?”, “¿resistirá la revolución?”. Todo se discute menos lo que el venezolano común enfrenta en silencio: la educación que se desmorona, el salario que se evapora, la migración que desangra familias y pueblos enteros, la violencia que no necesita propaganda porque se siente en cada barrio. Es como si nos hubiéramos resignado a fingir que habitamos un país: un escenario con telón pintado de patria, donde el sonido ambiente es el discurso militar, pero tras bambalinas lo que hay es hambre, soledad y una lucha diaria por no rendirse.

A cada rumor de desembarco, la gente responde con un suspiro, pero no porque crea en la inminencia del rescate, sino porque en ese rumor se cuela la ilusión de que alguien más hará el trabajo que la política nacional no sabe o no quiere hacer. Esa “esperanza importada” funciona como un placebo emocional: mientras tanto, las colas, los cortes de luz, las remesas y los bodegones siguen marcando la vida real.

Y en medio de todo, los problemas invisibles siguen ahí, cada vez más profundos: la diáspora que fractura familias, los niños que crecen sin padres, los viejos que mueren en soledad, la desigualdad obscena entre la Venezuela de las neveras repletas en los bodegones y la de los comedores comunitarios, la violencia criminal que sigue cobrando vidas mientras las estadísticas oficiales maquillan la tragedia.

Quizás la mayor ironía sea esta: mientras se habla de invasiones, Venezuela vive su verdadera guerra, silenciosa y cotidiana, contra la pobreza, el exilio, la descomposición social y el cinismo político. No son marines ni tanques lo que enfrenta el ciudadano común, sino la indiferencia de un sistema que lo reduce a sobreviviente y la frivolidad de unas élites que lo usan de utilería.

Al final, lo que queda es una lección amarga pero profundamente ética: ningún barco en el Caribe, ningún despliegue mediático, ningún discurso salvador sustituirá la reconstrucción moral de un país que se ha acostumbrado a sobrevivir en lugar de vivir. Y esa es la verdadera tragedia: que, en medio de todas las narrativas bélicas y propagandísticas, el pueblo venezolano, el que sufre, trabaja y espera, sigue siendo invisible. Porque la política lo usa como bandera y el poder como escudo, pero nadie lo reconoce como protagonista de su propio destino. Y hasta que no entendamos eso, seguiremos siendo un país en espera, como un paciente terminal que finge salud mientras aguarda una operación que nunca llega.

  • @NixonDominguez | Historiador – Universidad de Los Andes / Magister en Gestión de Gobierno – Universidad Autónoma de Chile. / Instagram: Nixonjds

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

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En Venezuela hemos perfeccionado un arte insólito: convertir cada crisis en un espectáculo, cada amenaza en una puesta en escena, cada sufrimiento en un dato estadístico, y cada esperanza en un rumor que dura lo mismo que un apagón en Maracaibo. Ahora, la narrativa dominante oscila entre marines que nunca llegan y generales que siempre alertan sobre invasiones que jamás ocurren. Mientras tanto, los medios repiten con entusiasmo épico el libreto de Washington y de Miraflores, como si fueran dos compañías de teatro disputándose la taquilla de una tragicomedia nacional. Pero lo que realmente sucede es que la sociedad venezolana, la que madruga para buscar agua, se endeuda para comprar medicinas o inventa tres oficios para sobrevivir, no tiene butaca reservada en este teatro: es apenas el decorado.

En los titulares resuena la “esperanza” de una posible intervención, con barcos norteamericanos desplegados en el Caribe. La oposición, agotada en su propio laberinto, lo vende como un nuevo “globo de oxígeno”, la antesala de un rescate providencial. El régimen, experto en victimizarse, responde inflando su narrativa de “patria sitiada”, multiplicando maniobras militares, uniformes improvisados y cadenas de televisión. Entre ambas ficciones —la de los que esperan la caballería extranjera y la de los que se parapetan contra un enemigo invisible— queda atrapada la Venezuela real, la que diría Rómulo Gallegos, “sufre, ama y espera”.

Esa Venezuela invisible es la que sobrevive entre apagones que duran horas o días, donde una nevera es un lujo de museo y cocinar con leña se volvió costumbre urbana. Es la de los hospitales convertidos en salas de espera eternas, donde la medicina es reemplazada por promesas y la salud pública por rifas en redes sociales. Es la de las madres que multiplican milagros con harina, arroz y lentejas, y de los jóvenes que, mientras sueñan con emigrar, aprenden a ser plomeros, barberos y vendedores digitales, todo al mismo tiempo. La sociedad venezolana es hoy un país de acróbatas forzados: malabaristas que equilibran la esperanza con la desesperación en la cuerda floja de la sobrevivencia.

Y, sin embargo, los grandes debates siguen orbitando en la estratósfera de lo irreal: “¿habrá desembarco?”, “¿se atreverán los marines?”, “¿resistirá la revolución?”. Todo se discute menos lo que el venezolano común enfrenta en silencio: la educación que se desmorona, el salario que se evapora, la migración que desangra familias y pueblos enteros, la violencia que no necesita propaganda porque se siente en cada barrio. Es como si nos hubiéramos resignado a fingir que habitamos un país: un escenario con telón pintado de patria, donde el sonido ambiente es el discurso militar, pero tras bambalinas lo que hay es hambre, soledad y una lucha diaria por no rendirse.

A cada rumor de desembarco, la gente responde con un suspiro, pero no porque crea en la inminencia del rescate, sino porque en ese rumor se cuela la ilusión de que alguien más hará el trabajo que la política nacional no sabe o no quiere hacer. Esa “esperanza importada” funciona como un placebo emocional: mientras tanto, las colas, los cortes de luz, las remesas y los bodegones siguen marcando la vida real.

Y en medio de todo, los problemas invisibles siguen ahí, cada vez más profundos: la diáspora que fractura familias, los niños que crecen sin padres, los viejos que mueren en soledad, la desigualdad obscena entre la Venezuela de las neveras repletas en los bodegones y la de los comedores comunitarios, la violencia criminal que sigue cobrando vidas mientras las estadísticas oficiales maquillan la tragedia.

Quizás la mayor ironía sea esta: mientras se habla de invasiones, Venezuela vive su verdadera guerra, silenciosa y cotidiana, contra la pobreza, el exilio, la descomposición social y el cinismo político. No son marines ni tanques lo que enfrenta el ciudadano común, sino la indiferencia de un sistema que lo reduce a sobreviviente y la frivolidad de unas élites que lo usan de utilería.

Al final, lo que queda es una lección amarga pero profundamente ética: ningún barco en el Caribe, ningún despliegue mediático, ningún discurso salvador sustituirá la reconstrucción moral de un país que se ha acostumbrado a sobrevivir en lugar de vivir. Y esa es la verdadera tragedia: que, en medio de todas las narrativas bélicas y propagandísticas, el pueblo venezolano, el que sufre, trabaja y espera, sigue siendo invisible. Porque la política lo usa como bandera y el poder como escudo, pero nadie lo reconoce como protagonista de su propio destino. Y hasta que no entendamos eso, seguiremos siendo un país en espera, como un paciente terminal que finge salud mientras aguarda una operación que nunca llega.

  • @NixonDominguez | Historiador – Universidad de Los Andes / Magister en Gestión de Gobierno – Universidad Autónoma de Chile. / Instagram: Nixonjds

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