Después de mi propia Venezuela, el país cuya política más sigo, y del que más conozco sus pormenores, es Estados Unidos. No hay otro que se le acerque en este segundo lugar. Ni la España de la que nos escindimos como nación hace dos siglos, ni la vecina Colombia. No estoy en absoluto solo. Es el caso de la inmensa mayoría de los periodistas de fuente política y politólogos cuya patria no es la de Washington. Porque el poder es el objeto de estudio en dichos oficios y ningún otro país tiene tanto poder. Militar, económico y cultural.
¡Y vaya que he tenido mucho de interés que observar últimamente! Para mal, por desgracia. La política estadounidense está enferma de gravedad. Hay una polarización no vista en muchos años. Las dos grandes facciones políticas, articuladas en buena medida (pero no del todo) en el Partido Demócrata y el Partido Republicano, se odian mutuamente. Han dejado de verse el uno al otro como adversarios legítimos con diferencias axiológicas y creencias de que el rival está profundamente errado, pero actúa de buena fe. Ahora se ven como enemigos en un conflicto existencial. Esta es la noción schmittiana de la política, que deja poco o nulo espacio para la deliberación y la negociación entre opuestos. El enemigo no actúa en buena fe. Es perverso. No se le trata como un igual. No se debate con él. Se le somete o se le destruye.
La destrucción siempre es un proceso violento. No debe sorprender entonces que Estados Unidos ha tenido un incremento vertiginoso y muy preocupante en el número de incidentes de violencia política. Incidentes que a veces son fatales. El espantoso asesinato del activista conservador Charlie Kirk es apenas la más reciente manifestación. Sin duda causó un impacto mayor que otros por la forma en que todo quedó siniestramente grabado y difundido en redes sociales. Además, Kirk era una figura muy carismática, cuyas opiniones polémicas (y, en ocasiones, extremas) le granjearon un nutrido número de detractores, pero también de partidarios, incluso fuera de su país.
Pero se trata, repito, de un eslabón en una cadena larga, cuyas víctimas y victimarios se extienden a ambos lados del espectro ideológico. Hace apenas tres meses, una legisladora regional por el Partido Demócrata en Minnesota, junto a su esposo, fueron asesinados a tiros en su propia casa. Piénsese además que hasta al mismísimo Donald Trump casi lo matan en un acto de su última campaña presidencial. Piénsese además que, tras perder los comicios presidenciales anteriores, Trump desconoció su derrota e incitó a una turba a impedir la consagración de ese resultado, con un asalto al Capitolio de Washington D. C., que dejó varios muertos, como consecuencia.
No es la primera vez que Estados Unidos se ve sumergido por oleadas de violencia política. Ese país se fue a la guerra civil debido al futuro de la esclavitud. Un siglo más tarde, el éxito del movimiento por los derechos civiles de los norteamericanos de ascendencia africana produjo una reacción violenta de quienes se empeñaban en mantener la segregación racista y condenar a aquellos a ser ciudadanos de segunda categoría, lo que a su vez produjo en ocasiones disturbios violentos por parte de la población agraviada por el racismo.
Sin embargo, ya han pasado 60 años de este último brote. De manera que, entre la población mundial, es más la gente que no vio, con el juicio de la adultez, o no vio del todo, lo que sucedió entonces en Estados Unidos, que la que sí. Lo que sucede ahora, por tanto, puede resultar desconcertante para quienes han normalizado que, en democracia, las diferencias políticas se resuelven con palabras y no con rifles de asalto. ¿Qué está pasando? ¿Cómo una democracia consolidada empieza a parecerse a una república bananera?
Pues en primer lugar tenemos la referida polarización. El público norteamericano está profundamente dividido en cuanto a lo que el politólogo Ronald Inglehart llamó “inquietudes postmateriales”, propias de sociedades donde la inmensa mayoría de la población tiene sus necesidades básicas cubiertas y puede, por lo tanto, prestar más atención a otros asuntos. Asuntos como la identidad nacional, la influencia de la religión en la vida pública, los roles de género, la moral sexual, etc. producen disputas colectivas amargas.
¿Y es que acaso en otros países desarrollados no pasa algo parecido, sin que se vea tanto plomo? Sí. España, por ejemplo, es otra nación bastante polarizada por estos temas. Pero pocos de estos otros países tienen una legislación tan laxa sobre el acceso a armas. No voy a sopesar ahora los argumentos a favor o en contra del porte de armamento. Lo que digo es que ese factor no se puede desestimar a la hora de comparar casos.
Hablando de plomo, pudiera decirse (y ruego estar equivocado), que Estados Unidos está entrando a sus anni di piombo, como Italia en la década de 1970, cuando organizaciones de extrema izquierda (e. g. las Brigadas Rojas) y de extrema derecha (e. g. Ordine Nuovo) realizaban con frecuencia acciones terroristas. La diferencia es que los incidentes más violentos, como los asesinatos de Kirk y de la legisladora demócrata, son llevados a cabo por personas que actúan en solitario.
Otra diferencia es que, mientras la violencia política en el siglo pasado a menudo estaba impulsada por ideologías extremas pero rígidas y coherentes (fascismo, estalinismo, etc.), lo que hoy se ve en Estados Unidos es, a veces, gente con idearios más bien poco definidos. Los perpetradores de este tipo de crímenes a menudo no encajan en ninguna taxonomía habitual de las ideologías políticas. Pueden, por ejemplo, abogar por los derechos de las personas Lgbtiq y al mismo tiempo ser racistas. Estas personas se radicalizan consumiendo contenido por internet. Redes sociales e imageboards como 4Chan. Pueden personalizar con mucha más facilidad el tipo de contenido consumen y de esa manera armarse visiones de mundo que rompen categorías tradicionales. Antes no era así. Antes la gente se radicalizaba con libros y conversando físicamente con otras personas. Esa menor variabilidad de estímulos fomentaba el desarrollo de ideologías más cohesionadas y coherentes.
Sus idearios son, pues, líquidos; un rasgo muy propio de la posmodernidad, diría Bauman, tema que fue ampliamente discutido en una emisión pasada de esta columna. También son producto de la búsqueda infinita de estímulos digitales, de forma banal y hasta lúdica, a un paso vertiginoso, como señaló Byung-Chul Han. Las alusiones a videojuegos, memes y shitposting en las municiones del asesino de Kirk respaldan tal hipótesis, aunque otros indicios apuntan a que el sujeto sí tenía motivaciones inclinadas hacia el reformismo social de la izquierda norteamericana.
Como ven, no es una situación simple y hay muchos factores actuando a la vez. ¿Qué sigue? Cuesta saberlo, y también cuesta ser optimista. La reacción del gobierno de Trump, prometiendo revancha contra la izquierda en general por las acciones de los violentos en ese campo, mientras omite o hasta justifica la violencia política de la derecha, no es una buena señal. De todas formas, uno como observador externo solo puede desear lo mejor. No solo porque es correcto de forma deontológica. También porque, si la democracia del mundo está enferma y en peligro de perder su esencia propia, será un aliciente para que el autoritarismo se extienda a nuevos rincones.
Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es



