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Tarau Parú: territorio refugio del pueblo pemón

“El trabajo que uno no puede conseguir aquí, ellos lo van a conseguir”, dice Leo Morales, coordinador de los migrantes en la comunidad indígena taurepang Tarau Parú, mientras observa a varios adolescentes, indígenas pemón venezolanos, subir al bus que los llevará a la Escuela Estadal Militarizada “Cícero Vieira Neto” de Pacaraima, a siete kilómetros de distancia. Visten el uniforme de franela blanca y pantalón azul con listones blanco y rojo. Ríen. Antes de refugiarse en el flanco brasileño de la frontera, Morales, ahora de 40 años, fue activador de Salud Indígena en el municipio Gran Sabana, en Venezuela, capitán comunitario, es decir, autoridad tradicional. Ahora, va al conuco, trabaja en construcción, fija tablas y levanta casas. “Hago lo que sale”, dice. Sonríe. 

Tarau Parú hace parte de la Tierra Indígena San Marcos, dentro del municipio Pacaraima del estado Roraima del norte brasileño, era una comunidad de tres familias: Alves, Fernandes y Martins. Hasta los últimos días de febrero de 2019 cuando, desde el norte, de entre la sucesión sin fin de bosques y sabanas, llegaron los pemón, como Leo, que huían de la violencia desatada en su territorio, de la Masacre de Kumarakapay. Ahora, en Tarau, los migrantes casi triplican a los locales:  836 desplazados forzados y 384 brasileños. 

Por esta frontera llegan al menos 231 venezolanos por día para legalizar su permanencia en Brasil. Esperan bajo un toldo que los protege del sol y la lluvia amazónicos, inesperados; algunos incluso pasan la noche allí, sobre los equipajes. De acuerdo con la Plataforma RV4, en julio de 2024, en Brasil habitaban 626.825 refugiados y migrantes venezolanos con necesidades de protección internacional.

Más allá del terreno en donde se encuentra el Abrigo BV8, un albergue en donde suelen quedarse los venezolanos, está Tarau Parú. Se entra por el Tercer Pelotón de Frontera del Ejército Brasileño. En el punto de control hay que dar el número de la familia de refugiados a quien se visita y estar en el registro de visitantes. De lo contrario, nadie pasa.

Tarau significa piedra blanca, parú quebrada. La combinación alude a la quebrada piedras blancas, filosas, que se cruza para llegar al sitio. Desde el aire, Tarau debe verse como un campo de refugiados y lo es, a pesar de ser indígenas emparentados. Los taurepang, como Leo, son una rama del gran árbol que es el Pueblo Pemón. En portugués y español la comunicación tropieza, es taurepang fluye, enérgica, aguda, como un río, una quebrada en invierno.

El 22 y 23 de febrero de 2019, mientras buena parte de los indígenas defendía con arcos y flechas la llegada de alimentos y medicinas a Venezuela ofrecida por la comunidad internacional a través de la oposición política, la Fuerza Armada Nacional Bolivariana enfrentaba lo que consideró una amenaza extranjera. Según el Informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela de septiembre de 2022, en Kumarakapay murieron tres personas, 12 resultaron heridas y nueve detenidas. 

Nueve meses después, el 22 de noviembre de 2019, se produjo la Masacre de Ikabarú, el enfrentamiento por una zona minera tradicional mixta, de indígenas y no indígenas. Según el Informe del Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea), onegé de larga trayectoria, cuatro personas murieron. El año cerró con la Operación Aurora, el asalto al Batallón 513 de Infantería de Selva Mariano Montilla de Luepa por el cual fueron detenidos 13 indígenas de Kumarakapay. Tras cada evento, más desplazamientos. 

Tarau podría ser una comunidad indígena taurepang o pemón más, de casas de madera o bahareque, techadas en palma moriche o zinc. Pero, con excepción de las que ocupan los locales, casi todas están hechas de palos de bosque y lonas plásticas de las distribuidas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR); en el mejor de los casos, techadas con láminas de fibrocemento, con piso de tierra y precarios sistemas de aguas servidas. 

Tarau Parú: comunidad, escuela, organización, empleo

Una de las tres primeras casas de la comunidad fue la de Nelson Fernandes. Es de madera, con techo de dos aguas y un saliente para resguardar las herramientas. Un perro guarda, bosteza.

Angélica Fernandes, su hija, venezolana por nacimiento, maestra y vice tuxaua de Tarau, cuenta que la comunidad nació en 2002. Aldeu Horacio Alves promovió la fundación y fue el primer tuxaua comunitario. Tuxaua significa líder, cacique. Lo acompañaban Fernandes y Carlos Martins. Los tres hombres venían de Sakaumutá, otra comunidad fronteriza, de donde salieron por la falta de agua. En Tarau hay un lago, un ojo de agua que se abre en medio de la sabana. 

En la Escuela Estadal “Guillermina Fernandes” de Tarau Parú, la profesora Zenaida Magalhães comenzó con 10 estudiantes entre preescolar y quinto año de Enseñanza básica; en 2019, antes de que llegaran los venezolanos, asistían 18, a un aula única de madera. De un día a otro, pasaron de ser tres familias a ser 78.  La matrícula de estudiantes aumentó a 400.

Luego, con el apoyo de las agencias y organizaciones no gubernamentales integradas a la Operación Acogida se fundó la Escuela Municipal Oswaldo Franco, de diseño similar a una churuata pemón o una maloca en taurepang, que recibe a 324 estudiantes de preescolar a quinto año. Los de sexto año, de básica a tercero de Educación Media y Educación Jóvenes y Adultos (EJA), van a la estadal que tiene 430. En total son 754 estudiantes.

“Lo que me han dicho es que la educación ha sido muy buena para sus hijos y para ellos porque aquí todo el mundo está estudiando. A la mayoría le gusta porque los niños pueden aprender a hablar portugués,” explica Angélica Fernandes, maestra de Inicial.

“Para mí es bueno porque al principio, esto era tristeza, nadie quería vivir aquí. Ahora tenemos acueducto, electricidad e internet”, comenta. Las mejoras llegaron con los refugiados y las organizaciones. Pero a ella le preocupa que los niños pasan mucho tiempo en los teléfonos y tablets y que entre los refugiados se consume mucho alcohol. “Aquí también existía el alcoholismo, pero con la llegada de personas, creció. Por eso hemos hablado con ellos”, dice.

La fachada de la escuela estadal está decorada con íconos indígenas americanos que Alfredo Silva Wapixana, profesor de Lengua portuguesa y Arte indígena, pintó con los jóvenes estudiantes. Mientras pintan, los muchachos le cuentan sus historias y tristezas: rupturas conyugales, fracturas familiares, abusos. “Miro estas cosas como una oportunidad de intercambiar experiencias, realidades”, comenta.

Cree que en Tarau se han integrado migrantes y locales por los lazos de parentesco reavivados por el proceso migratorio. Aunque admite que “se pelea mucho, hay problemas no resueltos como la posibilidad de participar de los concursos por los empleos, el asumir puestos comunitarios”. Otra vez ese pliegue rugoso que dejó ver Morales: los obstáculos para insertarse en el limitado mercado laboral, en la organización comunitaria tradicional.

O se entregaba o huía con sus hijos

*Reinaldo trabajaba como técnico en una institución del Estado en Gran Sabana. En febrero de 2019, cuando escuchó que los militares impedirían a las comunidades indígenas facilitar el ingreso de la ayuda humanitaria, pidió permiso para estar con sus hijos: la niña de siete y el niño de tres años estaban en Maurak. Es padre soltero. Entre Luepa y su comunidad hay al menos 200 kilómetros.

En Maurak ya se habían librado protestas en rechazo a la muerte de Charly Peñaloza, indígena pemón kamarakoto, muerto en la comunidad de Kanaimö, en diciembre de 2018, durante un operativo encubierto de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). Siendo estudiante, Peñaloza había vivido en casa de Reinaldo. Se consideraban hermanos.

El 22 de febrero de 2019, a las seis de la mañana, a través de los parlantes, las autoridades comunitarias anunciaron que en Kumarakapay (a 100 kilómetros de Santa Elena de Uairén, sobre la Troncal 10 y 112 de Maurak) los militares habían disparado contra los indígenas. Dos horas más tarde, informaron que los militares habían tomado el Aeropuerto Internacional de Santa Elena de Uairén, dentro del territorio de Maurak.

Desde Kumarakapay, no paraban de llegar ambulancias y malas nuevas. Los pobladores de Maurak decidieron tomar el aeropuerto. 

“El sábado 23 y el domingo 24 me llamaron, me dijeron que me fuera a Luepa o me entregara a la DGCIM. El jueves 28, cuando la comisión de la DGCIM llegó al aeropuerto, no nos quedó más remedio que abandonar la comunidad porque ellos dijeron que iban a entrar. Salimos yo y los jóvenes que trabajaban como seguridad interna, como 40 niños, mujeres y ancianos. Caminamos dos horas para venir acá. Todo el mundo con los bolsos, los niños con sus bolsitos tricolor (las mochilas del Ministerio para la Educación, Cultura y Deportes)”, dice.

Al pasar el último de los cerros, se dieron cuenta de que ya habían llegado personas de diferentes comunidades. El primo de Reinaldo y el entonces tuxaua de la comunidad de Tarau, Aldino Alves, le pidieron que borrara toda la información que almacenaba en su teléfono, en especial las fotos y videos que había tomado durante el trayecto. “Creían que yo era un informante”, porque había trabajado con los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.

En Brasil, culminó el bachillerato a través de Educación de Jóvenes y Adultos (EJA), se gana la vida estampando franelas en serigrafías. También siembra. Pero no ha conseguido empleo.

“La educación para mí es muy importante. Tuve que inscribir a los niños con los documentos que nos estaban dando de este lado (…) Ahí (desde la construcción de la escuela municipal) sí se ha visto el cambio, de otras comunidades han venido por la calidad de la escuela”, cuenta.

El niño ya cumplió nueve años y está en cuarto año de Inicial, y la niña 13, y está en noveno. 

De acuerdo con la Federación Venezolana de Maestros, para el año escolar 2024-25, al menos tres millones de niños, niñas y adolescentes se encuentran fuera del sistema educativo.   

Pulido se quedó en Tarau Parú por la seguridad y por su hijo

Ernesto Pulido, educador retirado, artesano y ex segundo capitán de Kumarakapay, fue detenido durante la incursión del Ejército a su comunidad el 23 de febrero de 2019. Allí le quitaron el teléfono y casi 150 dólares que enviaría a su tía, Zoraya Rodríguez, baleada un día antes en medio del ataque militar. Murió poco después.  

Pulido fue trasladado a la sede del Escuadrón de Caballería Motorizada (5102 Escamoto). Recuerda que, al llegar a Santa Elena de Uairén, había tanquetas y convoyes antimotines. 

Junto con él, en el Escamoto, estaban otros 15 indígenas, ocho de Kumarakapay y siete de otras comunidades. El día 25, él y el resto de los indígenas fueron liberados a cambio de los 40 efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) retenidos en el Aeropuerto, en Maurak. 

“Mientras nos estaban sacando, recuerda Pulido, había una militar que me apuntaba y me decía: ‘Vas a salir, vas a volver a tu comunidad, pero no te vas a quedar allá, porque te van a matar’. Nunca supe quién fue”, apunta. 

El 3 de marzo, Pulido se fue con su esposa, una hija de 16, otro de 12 y la bebé de un mes. Ese día llegaron a la frontera entre Venezuela y Brasil 97 personas de Kumarakapay. Las sabanas que suelen ser verdes, estaban ennegrecidas por las quemas de la sequía y las acciones militares. “Era horrible”, recuerda.  El personal de ACNUR los recibió con agua y galletas.

“En un cuartico estuvimos casi dos años y fue muy duro. No había ni baños, teníamos que agarrar machete y meternos al monte”, cuenta. Además se rumoraba que los militares venezolanos o los indígenas leales al oficialismo planificaban ingresar al territorio del Brasil. “Yo estuve tres meses como seguridad, recorría todo esto durante la noche”, añade.

En Tarau estuvo trabajando un año con la Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA) y otro más en la Asociación de Migrantes Indígenas de Roraima (AMIR). “Pero todo está paralizado con la cuestión de (Donald) Trump”, señala, en referencia a las donaciones que, a través de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), financiaban proyectos destinados a la migración venezolana, desde baños a asociaciones de emprendedores. Se gana la vida haciendo pulseras, collares de cuentas y tallas en piedra. 

Por falta de dinero, sigue viviendo en la casa hecha de lonas junto a su hijo, que está por graduarse de bachiller; después de un año, su esposa y la hija menor de ambos se devolvieron a Kumarakapay, a atender la pequeña tienda de artesanía, a un costado de la Troncal 10, la vía en donde se produjo la balacera inicial. 

“Yo digo que la educación aquí es más formal porque en Venezuela los profesores se han ido y los estudiantes no salen bien preparados (…) Y además, da miedo volver. Por los momentos, no es seguro”, admite.

Durante 15 años, ejerció como profesor, pero renunció al darse cuenta de que con lo que ganaba mensualmente apenas conseguía comprar comida para dos días. 

En Venezuela, 166.338 docentes dejaron las aulas entre 2018 y 2021, de acuerdo con el Diagnóstico Educativo Venezolano (DEV) analizado en el reportaje Maestros en Recesión de Prodavinci. Se estima que 59% desertó por bajos salarios y pobres condiciones laborales. El resto migró. El salario de un maestro que se inicia perdió el 95,9% de su valor en los últimos 25 años.

Del límite hacia acá, me siento más seguro

El 24 de diciembre de 2019, Leo Henrito se dirigía a Brasil por la Troncal 10. Un trayecto cotidiano para cualquier habitante de esta frontera venezolana, cuando, en el punto de control frente al Escamoto, fue detenido por una comisión de la DGCIM. 

Durante cuatro horas, le revisaron el teléfono y le hicieron preguntas. Después, lo liberaron. Pero esa detención en un punto de paso diario, localizado en el territorio de la comunidad indígena de Maurak, a la cual pertenece, le hizo sentir vulnerable. Decidió refugiarse en Tarau. 

Allí, entre febrero y marzo de ese año, ya se habían instalados su esposa y los dos hijos de ambos espantados por el terror que causó la intervención militar contra el ingreso de la ayuda humanitaria y las protestas contra los muertos y heridos de Kumarakapay. 

Lisa Henrito, lideresa indígena y hermana de Leo, escribió un texto que tituló Mi sobrina gritaba: “Yo no me quiero morir”. La experiencia fue similar para el resto de los niños.

En Tarau, Leo apoya a la comisión de migrantes en el levantamiento de una base de datos que organiza a la población migrante y sus particularidades. Por ejemplo, 83 han nacido en Brasil. 

Asegura que la experiencia en Tarau les ha ayudado a abrir los ojos,  ampliar sus horizontes y sentirse más seguro. Sus dos hijos están estudiando y ya hablan portugués.

“Yo percibo que mi comunidad de Maurak se extendió hasta aquí (…). Yo siento que todavía estoy en mi territorio, aquí hay una paz mental y espiritual que hay que valorar”, considera en su modesta casa construida en madera y rodeada por un jardín de orquídeas. 

Si tengo la oportunidad, regreso

Juvencio Gómez fue capitán de Kumarakapay, del Sector Cinco-Kavanayén, uno de los ocho sectores del Pueblo Pemón y diputado indígena a la Asamblea Legislativa regional. 

Llegó a Tarau Parú el 29 de diciembre de 2019, al amanecer de un día nublado. Era domingo. 

Decidió refugiarse después de que le advirtieron que se había emitido una orden de captura en su contra por la supuesta vinculación con el asalto al Fuerte Mariano Montilla, algo que niega. Quien le avisó, Ernesto Pulido, también le dio un pantalón.

“Me sentía mal cuando llegué sin nada. Es salir de casa, de donde uno tiene sus cosas, a un sitio en donde no tiene nada. Uno se siente a la deriva, en el vacío”, dice. 

Se instaló en la casa de quien era el tuxaua, Aldino Alves, de quien resultó ser primo. Ahí, en ese pequeño espacio, lo alcanzó la familia: Iraida Fernández, su esposa y cuatro hijos y permanecieron durante seis meses. Después, hizo la casa de lonas que ha ido sustituyendo por tablas, luego por ladrillos, aunque el piso sigue siendo de tierra.   

“Yo estaba en un sitio extraño, sin familia. Ahora, todo eso está minado de familia”. A un lado de la casa está levantando una habitación para sus padres. La hija está construyendo cerca.

Alrededor abundan las plantas medicinales y frutales, el huerto, las gallinas. A 500 metros, la familia tiene un pozo con cachamas y, poco más allá, el conuco. En Kumarakapay quedaron sus vacas, aunque los familiares las cuidan, otros las matan para comer. El hambre.

 “Lo que trato de poner en práctica es el principio del patamuná, para relacionarme con la tierra en donde vivo. Uno puede comenzar su vida en cualquier parte del mundo”, comenta. 

Toma una hoja a rayas y explica: “Patá significa tierra; munanönín, el que la hace producir. Patamuná es quien hace producir la tierra”.  Él y su esposa son docentes jubilados.

“Yo ahora valoro mucho los oficios, lo que uno sabe hacer: tejer, sembrar. Porque, ¿de qué me ha servido aquí el título de profesor?”, reflexiona. 

En el lado opuesto de ese principio básico del pemón, ubica a la polítia: “Yo estoy fuera de mi territorio por cuestiones políticas y esa política qué tiene que ver con mi territorio”, se pregunta. Él y su esposa comparten el tiempo entre la tierra y las artesanías: tejen collares, pulseras, pendientes con cuentas coloridas. De entre las mostacillas surgen la guacamaya, el jaguar, el verde, el atardecer naranja de la Sabana.

Los dos hijos menores estudian. Los han seguido los sobrinos para estudiar también.

“Pero yo soy de Kumarakapay. Yo digo que, si tengo la oportunidad de regresar al espacio en donde recreé mi niñez y mi juventud, yo regreso”. 

En febrero de 2025, el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas) precisó que el salario promedio de un docente era $. 12,27.

Futuro distante

El 22 de febrero de 2019, los hombres de Maurak sacaron a las mujeres, los niños y los ancianos hacia Tarau Parú. Maurak está a 12,5 kilómetros de Santa Elena y de la frontera.

Leo Morales y otros se devolvieron a resguardar la comunidad, pero salieron a la siguiente semana cuando escucharon que la Fuerza Armada la intervendría. Los primeros en llegar a Tarau eran de Maurak, Waramasén, Turasén, comunidades fronterizas, luego los de Kumarakapay. 

Aunque muchos se regresaron otros han llegado a Tarau porque los maestros en las comunidades pemón de Venezuela trabajan una semana  en la escuela y otra semana en las minas de oro.

El territorio de los pemón es conocido por su belleza, y siempre lo fue por la tranquilidad. Pero todo cambió en 2016, con la activación de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco. 

Aunque Gran Sabana queda fuera del área de explotación, el Informe de la Misión de Determinación de Hechos señala que es de interés para los actores estatales y no estatales, por la abundancia de recursos naturales y por ser clave para el tráfico de armas y mercancías. La flecha disparada por el arco ha impactado este cuerpo-territorio.

Leo Morales explica que, mientras muchos docentes venezolanos han inscrito a sus niños y niñas en las escuelas de Tarau, ellos no pueden optar por un cargo de maestros porque tendrían que naturalizarse y revalidar el diploma. Tampoco han podido hacer parte de la organización tradicional comunitaria a pesar de los años en el sitio. Por eso su comentario inicial: “El trabajo que uno no puede conseguir aquí, ellos lo van a conseguir”.

“Yo he intentado conseguir empleo, pero no he conseguido de este lado. Estoy estancado. Ya cumplimos seis años, pero no nos hemos establecido bien. Yo vivo ahí, en el plástico todavía”, expresa Reinaldo. Tarau sigue siendo una aldea de lonas, al que se llega cruzando una quebrada de peñascos blancos, sitio de paso, territorio refugio.

*Nombre ficticio para proteger la identidad del entrevistado.

**Esta historia ha sido producida con el apoyo de la Red de Periodistas de la Amazonía Venezolana, un espacio para la formación, trabajo en red e investigación periodística.

En 2019, cuando la violencia sacudió la Gran Sabana, habitantes de varias comunidades pemón se refugiaron en un pequeño pueblo en la frontera con Brasil. Algunos siguen extrañando ese otro cuerpo que es la tierra de los tepuy y los ríos cristalinos, otros perciben estas nuevas sabanas como la prolongación de las que dejaron atrás, aunque las posibilidades laborales sean escasas y el futuro se vea distante
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Morelia Morillo
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“El trabajo que uno no puede conseguir aquí, ellos lo van a conseguir”, dice Leo Morales, coordinador de los migrantes en la comunidad indígena taurepang Tarau Parú, mientras observa a varios adolescentes, indígenas pemón venezolanos, subir al bus que los llevará a la Escuela Estadal Militarizada “Cícero Vieira Neto” de Pacaraima, a siete kilómetros de distancia. Visten el uniforme de franela blanca y pantalón azul con listones blanco y rojo. Ríen. Antes de refugiarse en el flanco brasileño de la frontera, Morales, ahora de 40 años, fue activador de Salud Indígena en el municipio Gran Sabana, en Venezuela, capitán comunitario, es decir, autoridad tradicional. Ahora, va al conuco, trabaja en construcción, fija tablas y levanta casas. “Hago lo que sale”, dice. Sonríe. 

Tarau Parú hace parte de la Tierra Indígena San Marcos, dentro del municipio Pacaraima del estado Roraima del norte brasileño, era una comunidad de tres familias: Alves, Fernandes y Martins. Hasta los últimos días de febrero de 2019 cuando, desde el norte, de entre la sucesión sin fin de bosques y sabanas, llegaron los pemón, como Leo, que huían de la violencia desatada en su territorio, de la Masacre de Kumarakapay. Ahora, en Tarau, los migrantes casi triplican a los locales:  836 desplazados forzados y 384 brasileños. 

Por esta frontera llegan al menos 231 venezolanos por día para legalizar su permanencia en Brasil. Esperan bajo un toldo que los protege del sol y la lluvia amazónicos, inesperados; algunos incluso pasan la noche allí, sobre los equipajes. De acuerdo con la Plataforma RV4, en julio de 2024, en Brasil habitaban 626.825 refugiados y migrantes venezolanos con necesidades de protección internacional.

Más allá del terreno en donde se encuentra el Abrigo BV8, un albergue en donde suelen quedarse los venezolanos, está Tarau Parú. Se entra por el Tercer Pelotón de Frontera del Ejército Brasileño. En el punto de control hay que dar el número de la familia de refugiados a quien se visita y estar en el registro de visitantes. De lo contrario, nadie pasa.

Tarau significa piedra blanca, parú quebrada. La combinación alude a la quebrada piedras blancas, filosas, que se cruza para llegar al sitio. Desde el aire, Tarau debe verse como un campo de refugiados y lo es, a pesar de ser indígenas emparentados. Los taurepang, como Leo, son una rama del gran árbol que es el Pueblo Pemón. En portugués y español la comunicación tropieza, es taurepang fluye, enérgica, aguda, como un río, una quebrada en invierno.

El 22 y 23 de febrero de 2019, mientras buena parte de los indígenas defendía con arcos y flechas la llegada de alimentos y medicinas a Venezuela ofrecida por la comunidad internacional a través de la oposición política, la Fuerza Armada Nacional Bolivariana enfrentaba lo que consideró una amenaza extranjera. Según el Informe de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela de septiembre de 2022, en Kumarakapay murieron tres personas, 12 resultaron heridas y nueve detenidas. 

Nueve meses después, el 22 de noviembre de 2019, se produjo la Masacre de Ikabarú, el enfrentamiento por una zona minera tradicional mixta, de indígenas y no indígenas. Según el Informe del Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea), onegé de larga trayectoria, cuatro personas murieron. El año cerró con la Operación Aurora, el asalto al Batallón 513 de Infantería de Selva Mariano Montilla de Luepa por el cual fueron detenidos 13 indígenas de Kumarakapay. Tras cada evento, más desplazamientos. 

Tarau podría ser una comunidad indígena taurepang o pemón más, de casas de madera o bahareque, techadas en palma moriche o zinc. Pero, con excepción de las que ocupan los locales, casi todas están hechas de palos de bosque y lonas plásticas de las distribuidas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR); en el mejor de los casos, techadas con láminas de fibrocemento, con piso de tierra y precarios sistemas de aguas servidas. 

Tarau Parú: comunidad, escuela, organización, empleo

Una de las tres primeras casas de la comunidad fue la de Nelson Fernandes. Es de madera, con techo de dos aguas y un saliente para resguardar las herramientas. Un perro guarda, bosteza.

Angélica Fernandes, su hija, venezolana por nacimiento, maestra y vice tuxaua de Tarau, cuenta que la comunidad nació en 2002. Aldeu Horacio Alves promovió la fundación y fue el primer tuxaua comunitario. Tuxaua significa líder, cacique. Lo acompañaban Fernandes y Carlos Martins. Los tres hombres venían de Sakaumutá, otra comunidad fronteriza, de donde salieron por la falta de agua. En Tarau hay un lago, un ojo de agua que se abre en medio de la sabana. 

En la Escuela Estadal “Guillermina Fernandes” de Tarau Parú, la profesora Zenaida Magalhães comenzó con 10 estudiantes entre preescolar y quinto año de Enseñanza básica; en 2019, antes de que llegaran los venezolanos, asistían 18, a un aula única de madera. De un día a otro, pasaron de ser tres familias a ser 78.  La matrícula de estudiantes aumentó a 400.

Luego, con el apoyo de las agencias y organizaciones no gubernamentales integradas a la Operación Acogida se fundó la Escuela Municipal Oswaldo Franco, de diseño similar a una churuata pemón o una maloca en taurepang, que recibe a 324 estudiantes de preescolar a quinto año. Los de sexto año, de básica a tercero de Educación Media y Educación Jóvenes y Adultos (EJA), van a la estadal que tiene 430. En total son 754 estudiantes.

“Lo que me han dicho es que la educación ha sido muy buena para sus hijos y para ellos porque aquí todo el mundo está estudiando. A la mayoría le gusta porque los niños pueden aprender a hablar portugués,” explica Angélica Fernandes, maestra de Inicial.

“Para mí es bueno porque al principio, esto era tristeza, nadie quería vivir aquí. Ahora tenemos acueducto, electricidad e internet”, comenta. Las mejoras llegaron con los refugiados y las organizaciones. Pero a ella le preocupa que los niños pasan mucho tiempo en los teléfonos y tablets y que entre los refugiados se consume mucho alcohol. “Aquí también existía el alcoholismo, pero con la llegada de personas, creció. Por eso hemos hablado con ellos”, dice.

La fachada de la escuela estadal está decorada con íconos indígenas americanos que Alfredo Silva Wapixana, profesor de Lengua portuguesa y Arte indígena, pintó con los jóvenes estudiantes. Mientras pintan, los muchachos le cuentan sus historias y tristezas: rupturas conyugales, fracturas familiares, abusos. “Miro estas cosas como una oportunidad de intercambiar experiencias, realidades”, comenta.

Cree que en Tarau se han integrado migrantes y locales por los lazos de parentesco reavivados por el proceso migratorio. Aunque admite que “se pelea mucho, hay problemas no resueltos como la posibilidad de participar de los concursos por los empleos, el asumir puestos comunitarios”. Otra vez ese pliegue rugoso que dejó ver Morales: los obstáculos para insertarse en el limitado mercado laboral, en la organización comunitaria tradicional.

O se entregaba o huía con sus hijos

*Reinaldo trabajaba como técnico en una institución del Estado en Gran Sabana. En febrero de 2019, cuando escuchó que los militares impedirían a las comunidades indígenas facilitar el ingreso de la ayuda humanitaria, pidió permiso para estar con sus hijos: la niña de siete y el niño de tres años estaban en Maurak. Es padre soltero. Entre Luepa y su comunidad hay al menos 200 kilómetros.

En Maurak ya se habían librado protestas en rechazo a la muerte de Charly Peñaloza, indígena pemón kamarakoto, muerto en la comunidad de Kanaimö, en diciembre de 2018, durante un operativo encubierto de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). Siendo estudiante, Peñaloza había vivido en casa de Reinaldo. Se consideraban hermanos.

El 22 de febrero de 2019, a las seis de la mañana, a través de los parlantes, las autoridades comunitarias anunciaron que en Kumarakapay (a 100 kilómetros de Santa Elena de Uairén, sobre la Troncal 10 y 112 de Maurak) los militares habían disparado contra los indígenas. Dos horas más tarde, informaron que los militares habían tomado el Aeropuerto Internacional de Santa Elena de Uairén, dentro del territorio de Maurak.

Desde Kumarakapay, no paraban de llegar ambulancias y malas nuevas. Los pobladores de Maurak decidieron tomar el aeropuerto. 

“El sábado 23 y el domingo 24 me llamaron, me dijeron que me fuera a Luepa o me entregara a la DGCIM. El jueves 28, cuando la comisión de la DGCIM llegó al aeropuerto, no nos quedó más remedio que abandonar la comunidad porque ellos dijeron que iban a entrar. Salimos yo y los jóvenes que trabajaban como seguridad interna, como 40 niños, mujeres y ancianos. Caminamos dos horas para venir acá. Todo el mundo con los bolsos, los niños con sus bolsitos tricolor (las mochilas del Ministerio para la Educación, Cultura y Deportes)”, dice.

Al pasar el último de los cerros, se dieron cuenta de que ya habían llegado personas de diferentes comunidades. El primo de Reinaldo y el entonces tuxaua de la comunidad de Tarau, Aldino Alves, le pidieron que borrara toda la información que almacenaba en su teléfono, en especial las fotos y videos que había tomado durante el trayecto. “Creían que yo era un informante”, porque había trabajado con los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.

En Brasil, culminó el bachillerato a través de Educación de Jóvenes y Adultos (EJA), se gana la vida estampando franelas en serigrafías. También siembra. Pero no ha conseguido empleo.

“La educación para mí es muy importante. Tuve que inscribir a los niños con los documentos que nos estaban dando de este lado (…) Ahí (desde la construcción de la escuela municipal) sí se ha visto el cambio, de otras comunidades han venido por la calidad de la escuela”, cuenta.

El niño ya cumplió nueve años y está en cuarto año de Inicial, y la niña 13, y está en noveno. 

De acuerdo con la Federación Venezolana de Maestros, para el año escolar 2024-25, al menos tres millones de niños, niñas y adolescentes se encuentran fuera del sistema educativo.   

Pulido se quedó en Tarau Parú por la seguridad y por su hijo

Ernesto Pulido, educador retirado, artesano y ex segundo capitán de Kumarakapay, fue detenido durante la incursión del Ejército a su comunidad el 23 de febrero de 2019. Allí le quitaron el teléfono y casi 150 dólares que enviaría a su tía, Zoraya Rodríguez, baleada un día antes en medio del ataque militar. Murió poco después.  

Pulido fue trasladado a la sede del Escuadrón de Caballería Motorizada (5102 Escamoto). Recuerda que, al llegar a Santa Elena de Uairén, había tanquetas y convoyes antimotines. 

Junto con él, en el Escamoto, estaban otros 15 indígenas, ocho de Kumarakapay y siete de otras comunidades. El día 25, él y el resto de los indígenas fueron liberados a cambio de los 40 efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) retenidos en el Aeropuerto, en Maurak. 

“Mientras nos estaban sacando, recuerda Pulido, había una militar que me apuntaba y me decía: ‘Vas a salir, vas a volver a tu comunidad, pero no te vas a quedar allá, porque te van a matar’. Nunca supe quién fue”, apunta. 

El 3 de marzo, Pulido se fue con su esposa, una hija de 16, otro de 12 y la bebé de un mes. Ese día llegaron a la frontera entre Venezuela y Brasil 97 personas de Kumarakapay. Las sabanas que suelen ser verdes, estaban ennegrecidas por las quemas de la sequía y las acciones militares. “Era horrible”, recuerda.  El personal de ACNUR los recibió con agua y galletas.

“En un cuartico estuvimos casi dos años y fue muy duro. No había ni baños, teníamos que agarrar machete y meternos al monte”, cuenta. Además se rumoraba que los militares venezolanos o los indígenas leales al oficialismo planificaban ingresar al territorio del Brasil. “Yo estuve tres meses como seguridad, recorría todo esto durante la noche”, añade.

En Tarau estuvo trabajando un año con la Agencia Adventista de Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA) y otro más en la Asociación de Migrantes Indígenas de Roraima (AMIR). “Pero todo está paralizado con la cuestión de (Donald) Trump”, señala, en referencia a las donaciones que, a través de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), financiaban proyectos destinados a la migración venezolana, desde baños a asociaciones de emprendedores. Se gana la vida haciendo pulseras, collares de cuentas y tallas en piedra. 

Por falta de dinero, sigue viviendo en la casa hecha de lonas junto a su hijo, que está por graduarse de bachiller; después de un año, su esposa y la hija menor de ambos se devolvieron a Kumarakapay, a atender la pequeña tienda de artesanía, a un costado de la Troncal 10, la vía en donde se produjo la balacera inicial. 

“Yo digo que la educación aquí es más formal porque en Venezuela los profesores se han ido y los estudiantes no salen bien preparados (…) Y además, da miedo volver. Por los momentos, no es seguro”, admite.

Durante 15 años, ejerció como profesor, pero renunció al darse cuenta de que con lo que ganaba mensualmente apenas conseguía comprar comida para dos días. 

En Venezuela, 166.338 docentes dejaron las aulas entre 2018 y 2021, de acuerdo con el Diagnóstico Educativo Venezolano (DEV) analizado en el reportaje Maestros en Recesión de Prodavinci. Se estima que 59% desertó por bajos salarios y pobres condiciones laborales. El resto migró. El salario de un maestro que se inicia perdió el 95,9% de su valor en los últimos 25 años.

Del límite hacia acá, me siento más seguro

El 24 de diciembre de 2019, Leo Henrito se dirigía a Brasil por la Troncal 10. Un trayecto cotidiano para cualquier habitante de esta frontera venezolana, cuando, en el punto de control frente al Escamoto, fue detenido por una comisión de la DGCIM. 

Durante cuatro horas, le revisaron el teléfono y le hicieron preguntas. Después, lo liberaron. Pero esa detención en un punto de paso diario, localizado en el territorio de la comunidad indígena de Maurak, a la cual pertenece, le hizo sentir vulnerable. Decidió refugiarse en Tarau. 

Allí, entre febrero y marzo de ese año, ya se habían instalados su esposa y los dos hijos de ambos espantados por el terror que causó la intervención militar contra el ingreso de la ayuda humanitaria y las protestas contra los muertos y heridos de Kumarakapay. 

Lisa Henrito, lideresa indígena y hermana de Leo, escribió un texto que tituló Mi sobrina gritaba: “Yo no me quiero morir”. La experiencia fue similar para el resto de los niños.

En Tarau, Leo apoya a la comisión de migrantes en el levantamiento de una base de datos que organiza a la población migrante y sus particularidades. Por ejemplo, 83 han nacido en Brasil. 

Asegura que la experiencia en Tarau les ha ayudado a abrir los ojos,  ampliar sus horizontes y sentirse más seguro. Sus dos hijos están estudiando y ya hablan portugués.

“Yo percibo que mi comunidad de Maurak se extendió hasta aquí (…). Yo siento que todavía estoy en mi territorio, aquí hay una paz mental y espiritual que hay que valorar”, considera en su modesta casa construida en madera y rodeada por un jardín de orquídeas. 

Si tengo la oportunidad, regreso

Juvencio Gómez fue capitán de Kumarakapay, del Sector Cinco-Kavanayén, uno de los ocho sectores del Pueblo Pemón y diputado indígena a la Asamblea Legislativa regional. 

Llegó a Tarau Parú el 29 de diciembre de 2019, al amanecer de un día nublado. Era domingo. 

Decidió refugiarse después de que le advirtieron que se había emitido una orden de captura en su contra por la supuesta vinculación con el asalto al Fuerte Mariano Montilla, algo que niega. Quien le avisó, Ernesto Pulido, también le dio un pantalón.

“Me sentía mal cuando llegué sin nada. Es salir de casa, de donde uno tiene sus cosas, a un sitio en donde no tiene nada. Uno se siente a la deriva, en el vacío”, dice. 

Se instaló en la casa de quien era el tuxaua, Aldino Alves, de quien resultó ser primo. Ahí, en ese pequeño espacio, lo alcanzó la familia: Iraida Fernández, su esposa y cuatro hijos y permanecieron durante seis meses. Después, hizo la casa de lonas que ha ido sustituyendo por tablas, luego por ladrillos, aunque el piso sigue siendo de tierra.   

“Yo estaba en un sitio extraño, sin familia. Ahora, todo eso está minado de familia”. A un lado de la casa está levantando una habitación para sus padres. La hija está construyendo cerca.

Alrededor abundan las plantas medicinales y frutales, el huerto, las gallinas. A 500 metros, la familia tiene un pozo con cachamas y, poco más allá, el conuco. En Kumarakapay quedaron sus vacas, aunque los familiares las cuidan, otros las matan para comer. El hambre.

 “Lo que trato de poner en práctica es el principio del patamuná, para relacionarme con la tierra en donde vivo. Uno puede comenzar su vida en cualquier parte del mundo”, comenta. 

Toma una hoja a rayas y explica: “Patá significa tierra; munanönín, el que la hace producir. Patamuná es quien hace producir la tierra”.  Él y su esposa son docentes jubilados.

“Yo ahora valoro mucho los oficios, lo que uno sabe hacer: tejer, sembrar. Porque, ¿de qué me ha servido aquí el título de profesor?”, reflexiona. 

En el lado opuesto de ese principio básico del pemón, ubica a la polítia: “Yo estoy fuera de mi territorio por cuestiones políticas y esa política qué tiene que ver con mi territorio”, se pregunta. Él y su esposa comparten el tiempo entre la tierra y las artesanías: tejen collares, pulseras, pendientes con cuentas coloridas. De entre las mostacillas surgen la guacamaya, el jaguar, el verde, el atardecer naranja de la Sabana.

Los dos hijos menores estudian. Los han seguido los sobrinos para estudiar también.

“Pero yo soy de Kumarakapay. Yo digo que, si tengo la oportunidad de regresar al espacio en donde recreé mi niñez y mi juventud, yo regreso”. 

En febrero de 2025, el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas) precisó que el salario promedio de un docente era $. 12,27.

Futuro distante

El 22 de febrero de 2019, los hombres de Maurak sacaron a las mujeres, los niños y los ancianos hacia Tarau Parú. Maurak está a 12,5 kilómetros de Santa Elena y de la frontera.

Leo Morales y otros se devolvieron a resguardar la comunidad, pero salieron a la siguiente semana cuando escucharon que la Fuerza Armada la intervendría. Los primeros en llegar a Tarau eran de Maurak, Waramasén, Turasén, comunidades fronterizas, luego los de Kumarakapay. 

Aunque muchos se regresaron otros han llegado a Tarau porque los maestros en las comunidades pemón de Venezuela trabajan una semana  en la escuela y otra semana en las minas de oro.

El territorio de los pemón es conocido por su belleza, y siempre lo fue por la tranquilidad. Pero todo cambió en 2016, con la activación de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco. 

Aunque Gran Sabana queda fuera del área de explotación, el Informe de la Misión de Determinación de Hechos señala que es de interés para los actores estatales y no estatales, por la abundancia de recursos naturales y por ser clave para el tráfico de armas y mercancías. La flecha disparada por el arco ha impactado este cuerpo-territorio.

Leo Morales explica que, mientras muchos docentes venezolanos han inscrito a sus niños y niñas en las escuelas de Tarau, ellos no pueden optar por un cargo de maestros porque tendrían que naturalizarse y revalidar el diploma. Tampoco han podido hacer parte de la organización tradicional comunitaria a pesar de los años en el sitio. Por eso su comentario inicial: “El trabajo que uno no puede conseguir aquí, ellos lo van a conseguir”.

“Yo he intentado conseguir empleo, pero no he conseguido de este lado. Estoy estancado. Ya cumplimos seis años, pero no nos hemos establecido bien. Yo vivo ahí, en el plástico todavía”, expresa Reinaldo. Tarau sigue siendo una aldea de lonas, al que se llega cruzando una quebrada de peñascos blancos, sitio de paso, territorio refugio.

*Nombre ficticio para proteger la identidad del entrevistado.

**Esta historia ha sido producida con el apoyo de la Red de Periodistas de la Amazonía Venezolana, un espacio para la formación, trabajo en red e investigación periodística.

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