Antonio Sánchez García, autor en Runrun

Antonio Sánchez García

Yo, el antimperialista por Antonio Sánchez García

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El odio cainita, psicopático, enfermizo de Fidel Castro contra Estados Unidos se ha saldado con las peores y más aterradoras desgracias para la América Latina de los últimos sesenta años. Medio siglo perdido. Con un epílogo pesadillesco: la Venezuela chavista. Y un colofón de espanto: un continente enceguecido por su izquierda radical. Acompasada por la cobardía y concupiscente pusilanimidad de unos sectores democráticos rehenes del castrismo a lo largo y ancho de América Latina. De la que ni las sotanas se salvan.

 

A Carlos Alberto Montaner

 

Soy latinoamericano genéticamente puro, con un ADN comunista, una educación sentimental de la más rancia izquierda marxista, una intensa pasantía por la ultraizquierda guevariana y el descenso a los infiernos de una dictadura militar que enfrentó, derrotó y aplastó –por un par de generaciones– toda mi conformación ideológico-cultural. He allí el currículo de un latinoamericano típico que vivió dos tercios del siglo XX y todo lo que va corrido del XXI aprisionado en sus rencores atávicos. De entre ellos el más tenaz e impenitente: el antimperialismo norteamericano.

A pesar de mi formación académica, de mis estudios de posgrado en una universidad alemana, de mis labores como catedrático e investigador en terrenos que me familiarizaron con la historia y la filosofía universal y me llevaron al dominio de varios idiomas, tanto como para considerarme un hombre medianamente culto y haber escrito varios libros que van desde la historia a la literatura, no hablo inglés. Y lo leo con tantas dificultades, que prefiero ahorrarme el dolor de cabeza de siquiera intentarlo. Me ha impedido disfrutar de un idioma maravilloso, alguno de cuyos cultores admiro ilimitadamente.

He amado a Marguerite Yourcenar, a Michel Butor, a Sartre, a Claude Simon, a Camus, a Michel Foucault, a Stehndal y a Flaubert, a quienes por supuesto he leído en francés; a Goethe, a Hofmannstahl, a Heine, a Brecht, a Thomas Mann, a Hermann Hesse, a Kant y a Hegel, a todos los cuales he leído naturalmente en alemán. Pero debo confesar que ni a Shakespeare, ni a Joseph Conrad, ni a Hemingway, ni a Laurence Durrel, ni a Virginia Wolf ni a Edgar Allan Poe, ni a Salinger ni a Scott Fitzgerald ni a todos los autores norteamericanos de la novela negra, a quienes he admirado con devoción, los he leído en inglés. Debí conformarme con leerlos en español. O en francés o en alemán. Peor para mí. Traduttore traditore…

La razón puede ser banal, pero me ha entorpecido toda una vida en mi relación con una cultura y unas naciones a las que he aprendido a admirar profundamente y a las que les agradezco no haber caído en las garras de las más odiosas tiranías inventadas por el hombre: el totalitarismo nazi y el totalitarismo bolchevique. Me refiero a Inglaterra y a Estados Unidos. A cuyos pueblos y gobiernos debemos habernos salvado del holocausto universal, el terror nazi y el archipiélago del terror estaliniano. Posiblemente, incluso, de una guerra nuclear y el fin de la especie.

Mi padre era comunista, como todos nosotros, sus siete hijos, y aunque le encantaba tomar en su taxi a algún norteamericano de pasajero y llevarlo a casa para aprender a champurrear algunas palabras –my wife, this is my House, these are my childrens, seat down and thank you– sentía un odio visceral por el imperialismo norteamericano, por Estados Unidos, por todo lo que fuera u oliera a yanqui. Como, por cierto, todos o casi todos los chilenos. Lo que no le impedía en absoluto adorar a John Wayne, a Errol Flyn, a Humphrey Bogart y a Edward G. Robinson, al que le encantaba parecerse. Pues, extraña contradicción, amaba el cine, el de Hollywood, y detestaba las películas mexicanas. No se hable de las franquistas.

En él el antimperialismo era militante y sin condiciones. Como en todos sus semejantes, como en toda la izquierda chilena y el universo popular en que nos movíamos. Algo que, por entonces, nos diferenciaba profundamente de la cultura y los sentimientos caribeños que vine a conocer muchos años después. En Chile el beisbol nunca ha existido. La Florida queda a miles de kilómetros. Y antes de asomarnos a Cayo Hueso tendríamos que sobrevolar los Andes de cabo a rabo, pasar por sobre Perú, parte de Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela y el Caribe. Jamás como Venezuela, cultura petrolera y, por lo tanto, cultura del “Black Gold” que lleva toda su historia asomada al “Norte”. “Me fui para Nueva York, en busca de unos centavos…”.

Ya en la universidad conocí un odio más sofisticado contra Estados Unidos: eran simplemente brutos. Matones, prepotentes, balurdos, insensibles, feos, estúpidos. La antinomia de los europeos: finos, cultos, delicados, sensibles, exquisitos. No importa si franceses, italianos, alemanes o ingleses. Pero los ingleses, como los españoles, nos habían colonizado a comienzos de siglo y eran intrigantes, pérfidos, imperialistas, aunque ya de retirada y más sutiles. Los gringos, simplemente bárbaros. La neobarbarie de la tecnología, el rendimiento, time is gold, money, money, money. Aquella a la que Heidegger le dedicó sus más profundos rencores. Y Sartre los suyos. The ugly American…

De modo que me desentendí del inglés hasta que ya era muy tarde como para rectificar mis prejuicios. Peor aún; muchos de ellos encontrarían asideros en la crítica de la llamada Escuela de Frankfurt y el marxismo contra el positivismo sociológico de corte anglosajón. Aunque debí rendirme a la brutal evidencia de que Estados Unidos era, de entre todas las naciones del orbe, la que mayor aporte había hecho al desarrollo de la libertad y la democracia en la historia moderna. A nuestra historia. Con todos sus pro y todos sus contra. El baluarte de la cultura de la libertad. Como acaba de escribirlo en un estupendo artículo mi amigo Carlos Alberto Montaner (http://www.el-nacional.com/carlos_alberto_montaner/Cuba-Unidos-lucha-sigue_0_596940482.html), y cuya lectura recomiendo ampliamente, pues vuelve a poner el dedo en la llaga: el odio cainita, psicopático, enfermizo de Fidel Castro contra Estados Unidos, que se ha saldado con las peores y más aterradoras desgracias para la América Latina de los últimos sesenta años. Con un epílogo pesadillesco: la Venezuela chavista. Y un colofón de espanto: un continente enceguecido por su izquierda radical. Acompasada por la cobardía y concupiscente pusilanimidad de unos sectores democráticos rehenes del castrismo a lo largo y ancho de América Latina. De la que ni las sotanas se salvan.

Es completamente natural que ese hondo, ese profundo prejuicio contra Estados Unidos siga imperando en los círculos de la izquierda marxista latinoamericana, un rencor perfectamente compatible con el esquizofrénico oportunismo de sus élites que, a la hora de disfrutar de sus mal habidos bienes de fortuna –que en algunos escogidos de entre la corrupta cofradía cívico-militar del chavismo venezolano alcanzan hasta miles de millones de dólares– quieren depositarlos, invertirlos y gozarlos precisamente en el país de sus odios más entrañables. Lo que no tiene nada de natural es que, simultáneamente, detesten a Estados Unidos, adoren a Cuba y se resientan mortalmente porque el gobierno del país de sus ilusiones les retire la visa para allegarse a La Florida o a Nueva York, le congele los bienes y los ponga ante la dura alternativa de cumplir las leyes que hacen de Estados Unidos el sueño dorado de sus anhelos.

Ese odio esquizofrénico ha percolado a quienes no tienen un dólar y no irán, ni ellos ni sus descendencias, en sus vidas al Imperio. Esos millones de desarrapados que al borde de la inanición corren a firmar un documento que les presenta uno de esos multimillonarios corruptos proveniente de la ultraguerrilla pero hediondo en dólares. Y, peor aún, que quienes no tienen otro sostén de respaldo político que las democracias occidentales, a la cabeza de las cuales se encuentra, nos guste o nos disguste, precisamente Estados Unidos, salgan a cacarear su solidaridad con los criminales rojo rojitos.

Por eso, le agradezco profundamente que haya sido la primera nación del orbe en tomar en serio la terrible tragedia que vive el pueblo más indigente e ingenuo del planeta, de una generosidad exultante y un espontaneísmo suicida. Si bien corto de entendimiento, veleidoso y proclive a correr con entusiasmo detrás de sus peores desgracias. Y me avergüenza la infinita estulticia de una élite estúpida y farisea que prefiere ser colonizada por una nación miserable pero vecina y arrodillarse ante quienes sus mayores independizaran. Amén de ser la prueba material más concluyente de la esquizofrenia de una cultura que daría su vida por vivir en Estados Unidos, pero no pierde ocasión de expresar su malestar por su crasa incapacidad para crear su propia civilización, tan culta y desarrollada como la que odia/admira en el Norte, rindiéndose finalmente a su minusvalía.

Así de simple. Gracias Obama. Infinitas gracias.

 

@Sangarccs

El Nacional

¿Primarias, secundarias o terciarias? por Antonio Sánchez García

CNE1

 

Esas son las razones por las cuales considero que las primarias, con todos sus riesgos, posibles errores y desbarajustes, son el único método legítimo para que cada región, ciudad, circuito elija a quien le parezca. Prefiero el error del pueblo que la aviesa voluntad del secretario general. A quien nadie escogió y que ya me obligó a pagar una Asamblea mediocre, que fue incapaz de alzarse contra la dictadura. ¿O usted cree que yo me siento representado por esa camarilla que corrió a dialogar con los asesinos mientras nuestros hijos se desangraban en las calles de Venezuela?

 

Entendámonos: lo urgente es el desalojo. Ponerle un fin de una buena vez, definitivamente y para siempre a esta pesadilla con la que es material, práctica, ontológicamente imposible convivir. Lo afirmó en su momento la pensadora judía Hannah Arendt al señalar que el totalitarismo es totalitario, precisamente, porque excluye cualquier convivencia con todo lo que le sea distinto, diferente, contradictorio. Y el régimen que enfrentamos, disfrácese cuanto quiera de democracia castrista –un oxímoron–, es una dictadura real que aspira en su esencia a totalizarse. Y que si no lo ha logrado del todo no se ha debido a su falta de ganas ni a sus ímpetus y empujes: ha sido porque, tras dieciséis años de fraudes, imposiciones, arbitrariedades y persecuciones, aún sobreviven generaciones enteras dispuestas a dar sus vidas antes que arrodillarse frente a los bufones que detentan el poder. Por cierto: por orden e imposición de la tiranía cubana, verdadera detentora del poder en la Venezuela castromadurista. Y el ominoso e inmoral respaldo de las democracias izquierdistas de la región.

El grave problema reside en la profunda diferencia que separa a los dos grandes sectores de la oposición democrática: el que percibe esa clara distinción –enfrentar una dictadura con pujos totalitarios y saber que el imperativo histórico reside en su desalojo– y el que se niega a percibirla como tal y quisiera, posiblemente de la mejor buena fe y con el sano propósito de ahorrarse daños y perjuicios, que se fuera desgastando, hundida en las contradicciones que se le suponen, hasta hacer mutis motu proprio.

Es una falacia de marca mayor pretender que quienes planteamos el desalojo como única forma de ponerle fin a esta pesadilla, pues consideramos con suficiente fundamento sociológico e histórico que una dictadura de este jaez no cede voluntariamente y de buen grado el poder que controla de manera dictatorial sino solo y únicamente empujada por la marea del rechazo popular –activo y actuante como un fulgor de masas–, rechazamos los procesos electorales y predicamos la abstención. Lo que no es ninguna falacia es reconocer que no hipostasiamos las elecciones y las tomamos en consideración como el único, exclusivo y excluyente medio e instrumento de acción política. Una cosa es rechazar el electoralismo, y otra muy distinta rechazar las elecciones.

Y he allí el meollo de la aparentemente insalvable diferencia entre ellos y nosotros. Ellos se conforman con votar. Nosotros no nos conformamos con votar. Ellos detienen su accionar en el acto electoral mismo. Nosotros lo vinculamos a un proceso ininterrumpido de acumulación de fuerzas que va mucho más allá de los resultados inmediatos, falsos o verdaderos de dichas elecciones controladas por la dictadura, planteándonos el desalojo definitivo de esta dictadura. Ellos, como el hecho político por antonomasia. Nosotros, como un momento del acto político por excelencia: el despertar de las mayorías y su emancipación por la vía de la asunción directa, por propia mano de los cambios que la historia nos reclama. Ellos llegan hasta los colegios de votación. Nosotros no nos detendremos hasta desalojar del poder a la camarilla cívico-militar que lo usurpa y ha puesto a la patria al servicio de los invasores cubanos.

Esa diferencia esencial, sustantiva, existencial y ontológica predetermina las actitudes con que ellos y nosotros enfrentamos este proceso y asumimos sus primeras etapas. Para nosotros no se trata de llevar a “nuestros” militantes y servidores a ocupar un foro de discusiones intrascendentes, para acomodar la impresión de que esta no es una dictadura. Sin otro objetivo que el partido. Por el partido y para el partido. Sobre todo para la única verdad del partido: su secretario general, su dirección política, sus comité central y todo el aparataje que lo define. A nosotros, el partido nos trae sin cuidado. Llámese AD, Primero Justicia o Un Nuevo Tiempo. A nosotros nos interesa la DEMOCRACIA, forma de convivencia de una sociedad emancipada que recibe el nombre genérico de PATRIA. Que se sustenta en el pueblo, en la nacionalidad, en los ciudadanos. Los partidos son una ecuación de segundo, no de primer grado. De primer grado: solo el  pueblo, el constituyente. Aquel en quien reside el poder cuando han sido desalojados quienes lo usurpan por la fuerza de las armas.

De allí que, puestos en la encrucijada de usar ese campo de acción –para nosotros un campo de batalla, no un escenario para montar un espectáculo viral en que cada cual agarra lo que le consiente el dueño del circo– consideremos útil, esencial y de primera importancia usarlo para activar el sentimiento opositor, liberador, emancipador de las masas. Para agitar nuestras bases de respaldo. Para poner en acción el sentimiento libertario que subyace al venezolano y que hoy se expresa en una mayoría contestaria que rechaza la dictadura y se opondrá con alma, corazón y vida a arrodillarse ante los Castro y el gobernante que les obedece.

Puestos en esa tesitura, obviamente el protagonismo debe recaer en el pueblo, en las masas, en la ciudadanía. No en unos funcionarios que creen que la democracia es asunto particular suyo. ¿Quién fue el Dios todopoderoso que les dio la gerencia de sus organizaciones políticas, quién los apernó en sus tronos imperiales? ¿Por qué habremos de votar por sus elegidos y no por quienes representen auténticamente el sentir popular?

Salir y liberarnos para siempre del caudillaje –de lado y lado–, ese es el imperativo categórico. Esas son las razones por las cuales considero que las primarias, con todos sus riesgos, posibles errores y desbarajustes, son el método menos arbitrario y más legítimo para que cada región, cada circuito, cada ciudad elija a quien le parezca el mejor de sus representantes. Prefiero el error del pueblo que la aviesa voluntad del secretario general. Que ya me hizo pagar una Asamblea mediocre, que fue incapaz de alzarse contra la dictadura. ¿O usted cree que yo me siento representado por esa camarilla que corrió a dialogar con los asesinos mientras nuestros hijos se desangraban en las calles de Venezuela?

 

 @sangarccs

El Nacional

AD: un partido antialianzas (las memorias proscritas de Carlos Andrés Pérez) por Antonio Sánchez García
Cuando en 1994 Carlos Andrés Pérez le abre su corazón a Roberto Giusti y a Ramón Hernández, vive su annus horribilis

 

@sangarccs

A Roberto Giusti y Ramón Hernández

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El título no es mío. Lo copio de las extraordinarias memorias de Carlos Andrés Pérez, a quien solo el delirio suicida de quienes traicionaron su esencia empujándolo al abismo –y con él, al país– puede considerar un antiadeco. Así parezcan fuera de contexto, esas palabras están perfectamente contextualizas en la página 211 del libro Memorias proscritas, las confesiones del gran líder democrático recogidas por Roberto Giusti, quien lo acompañara frente al Departamento de Prensa de Miraflores durante su segundo gobierno, al alimón con otro gran reportero de acendrada trayectoria en el periodismo nacional, Ramón Hernández.

La extraigo de uno de sus capítulos titulado La política se hace con la gente, y abarca desde la página 208 hasta la 212. Se refiere a esos coterráneos a cuyo encuentro se lanza casi con desesperación recién de regreso del exilio y afincado en el Táchira para montar su propio liderazgo y hacerse camino hacia las dos presidencias de la República que ocupara con un intervalo de 10 años a su pesar, pues como lo señala en esas mismas memorias “fui partidario de la reelección inmediata para presidente, mal vista en Venezuela porque en el pasado –cuando no había elección popular, directa y secreta– era la antesala de las dictaduras” (208). Para agregar: “Yo soy y he sido partidario siempre de la reelección. Estoy seguro de que con todos los defectos, si sigue mi gobierno otros cinco años más” –se refiere al primero de los suyos, que el segundo comenzó a caerse al día siguiente de ser electo– , “otra hubiera sido la realidad de Venezuela.” Se le podrá discutir todo lo que se quiera, pero sin duda: cualquier otro camino que se hubiera intentado era infinitamente mejor que el que nos condujo como por un tobogán a la inmundicia autocrático-militarista que hoy nos tiene en la ruina. Y del que en parte y muy injustamente se le acusa; precisamente por haber hecho todo lo que había que hacer en un país que no soporta dejar el tetero del petróleo por una cucharada de jarabe contra el populismo.

El populismo exhausto

El populismo exhausto

Pero el tema de este primer recuento –que habrá otros– no es la reelección, con la que personalmente estoy en absoluto desacuerdo. Bajo las coordenadas y tradiciones de la Venezuela caudillesca y subdesarrollada, que es la que hasta hoy impera, toda reelección alimenta nuestros peores defectos, ya ancestrales: fortalece el personalismo, prioriza el presidencialismo, coarta la emergencia de nuevos liderazgos y relativiza la majestad de las instituciones. Un tironeo entre la barbarie de nuestro caudillismo congénito y los anhelos de civilidad que se arrastra desde que nos hiciéramos a la turbulenta aventura de la Independencia. Y que se encuentra tras la catarata de constituciones, palúdicas y enfermizas todas. Salvo la de 1961. Que tampoco resistió los embates del golpismo.

En ese contexto, el tema es el hegemonismo con que nace, nutre y se desarrolla Acción Democrática, desde sus primeros orígenes hasta que pasara a convertirse en el partido más amado y más odiado del país. Sombreando siempre el peor de los peligros: la decadencia y el desprecio, sobre el vacío de la nada, con lo que ese hegemonismo se vuelve extemporáneo y ridículo. El príncipe maquiavélico gramsciano, por ahora un monarca descalzo, que se pavonea en su corte imaginaria sin advertir que ni hay corte ni monarquías. El último vagón de la historia ya desaparece en lontananza.

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No lo cuento yo. Lo cuenta Carlos Andrés Pérez. Ya al final, cuando mentir es la más torpe, la más inicua y la más absurda de las ocurrencias. Un líder despreciado incluso por los suyos que cada día que pasa se eleva en su estatura, por encima de sus errores, pecados y equivocaciones –los reconoce sin ninguna indulgencia por sus propios pecados, y de entre ellos el imperdonable: su populismo–, hasta alcanzar la altura del gran estadista que pudo haber sido si hubiera contado con otro pueblo, en otra circunstancia y con otro partido. “Surgimos con la apariencia de una fuerza hegemónica que produce muchas reacciones en contra. Los partidos que se aparecen después son partidos contra AD, o por desprendimientos de AD. En AD, por reacción, hay una posición contraria a las alianzas; no teníamos con quién aliarnos”.

Fui testigo de la ansiedad con que buscó alianzas. Por lo menos que yo lo haya presenciado, es decir: durante su segundo mandato. Cuando además de incorporar a su gabinete a las mejores cabezas de la izquierda venezolana ilustrada –de Miguelito Rodríguez a Carlos Blanco y de Moisés Naim a Ricardo Hausman– buscó crear un vínculo de privilegios con el MAS tras el concepto de concertación, encontrándose con el brutal rechazo de Teodoro Petkoff y sus huestes, que prisioneros de sus odios y sus rencores trasnochados lo querían en el cadalso. Al que finalmente lo empujaron de la mano de su aviesa contrafigura, Hugo Chávez. Y el maestro de este, Fidel Castro.

Esa búsqueda de alianzas para respaldar su primer gobierno la relata él mismo: “Cuando soy candidato, quiero abrirme a las alianzas, buscar la manera de ampliar el piso político. Dentro del partido no hay ambiente ni nadie ve la necesidad. Libro una intensa batalla para que hagamos alianzas, pero hay una desconfianza fundamental. Rómulo no quiere, Gonzalo (Barrios) no quiere. No les parece.”

Hoy, cuando ya pertenece al olvido y lo que entonces fuera su partido no es más que un reflejo crepuscular, no está de más citar su última apreciación al respecto: “El país necesitaba esa apertura. Pero en AD se mantenía la actitud negativa. Ha sido difícil para AD hacer alianzas. Nació como un partido hegemónico, y quería todos los beneficios para él. Dar una diputación, una concejalía, le cuesta el alma a AD. Así nació y se fortaleció ‘el clientelismo’”. ¡Cómo le costará dar una candidatura presidencial!

Es una visión un tanto estrecha y parcializada a favor de su partido, al que le atribuye todos los dones de lo bueno y de lo malo. Una visión que extrapola la realidad nacional hasta difuminar los contornos de los otros participantes en el tortuoso ajedrez de nuestra modernidad. Sin vislumbrar todavía que la Venezuela de la que habla, y de la que en esas memorias se estaba despidiendo, ha sido arrasada de la faz de la tierra por un vendaval llamada chavismo. Que se lo llevó consigo.

Un movimiento aluvional y caótico que no llegó sin otro propósito que arrasarlo todo. Jamás pensó ni jamás hubiera podido ser algo más que eso: la devastación. ¿Qué nos va quedando?

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Cuando en 1994 Carlos Andrés Pérez le abre su corazón a Roberto Giusti y a Ramón Hernández, vive su annus horribilis: el poder cruzó su línea de sombra y su vida se ha reducido a los mínimos posibles de la memoria, aun fresca, y del claustro, pues se encuentra confinado en La Ahumada. Es el clásico vencido de la historia venezolana en la clásica situación del acorralamiento y el desprecio luego de haber sido adorado, venerado y exaltado hasta el delirio. Como el mismo Bolívar, apartado de un manotazo de sus delirios grandilocuentes por la acción de La Cosiata, que lleva al general Páez al poder y lo empuja a él al destierro. Como el mismo Páez, arrastrado metafóricamente tras sus caballerías. Para volver a montarse en el poder y volver a ser arrojado por los suelos. O como Guzmán Blanco, como Cipriano Castro y los desterrados de Gómez, de López Contreras y Medina Angarita, de Rómulo Betancourt y de Pérez Jiménez y ahora de Hugo Chávez. Que tampoco muere en el poder, si por morir en el poder entendemos morir a cargo de la nave, dueño y señor de Venezuela. Cuando se le rinde el último tributo ya era un despojo sin ton ni son.

Como diría Cohelet, el Predicador: nada nuevo bajo el sol. Pero hay en esas postreras revelaciones algo dramático: pasando por sobre los intentos incomprendidos de corregir de manera radical y profunda el sino del populismo, del clientelismo y del estatismo ancestrales de la Venezuela petrolera, intentando torcer el maleado rumbo del país para convertirlo en una nación de pantalones largos, emancipada y capaz de vivir por su propio esfuerzo –algo que no le perdonaron ni sus propios y más cercanos compañeros de partido; mucho menos sus enemigos de siempre, copeyanos y masistas, comunistas y conservadores; afilados lanza en ristre los llamados notables para despedazarlo en jauría: Caldera, Uslar, Escobar Salom, Rangel Vale– Carlos Andrés Pérez se acusa a sí mismo. Sin ninguna indulgencia, como diciéndose a sí mismo mientras se lo dice a sus interlocutores: “sí, he pecado. Yo he sido el pecador. Yo soy el culpable”.

Su balance suena a responso. “El gran escollo y la gran traba en todo este proceso que iniciamos en 1974 fue que no tuvimos el coraje para tomar la decisión de devaluar la moneda y entrar en el comercio internacional. Debimos haber devaluado. Nos mantuvimos exclusivamente como un país petrolero, sin desmontar la política paternalista… Se requería una audacia que no tuve para devaluar la moneda. En el campo de las reformas de la economía se hizo muy poco. No había el ambiente ni los requerimientos para que se hiciera… Estábamos sumergidos en esa economía proteccionista y paternalista.”

Debe ser doloroso tener que reconocer nuestros más graves pecados cuando esa confesión tardía no sirve ni siquiera de autoconsuelo. Pero más doloroso es que, a veinte años de esas confesiones y a cuarenta de esas vacilaciones existenciales, aun sigamos chapoteando en esa economía proteccionista y paternalista; ahora en la ruina y absolutamente devastada. Sin que de verdad haya crecido una gota la comprensión de nuestros desafíos en la conciencia de nuestras menguadas élites. ¿Habrá algún venezolano auténticamente merecedor del liderazgo capaz de comprender la dramática conminación con que Carlos Andrés Pérez cerraba esas reflexiones? “Las realidades, que son más tercas que las ideas, nos ponen frente a una situación: el petróleo no es suficiente para cubrir una política de mangas anchas, sino que ahora nosotros tenemos que hacer productiva a Venezuela. Debe ser un país exportador”.

¿Habrá quién lo escuche? ¿habrá quién lo comprenda? Dios lo quiera.

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