Febrero es nuestro ritmo particular, nuestra sístole colectiva. El resto de los meses por venir parecen depender de ese impulso, de esa contracción cardíaca que febrero tiene de suyo
@lectordepaso
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Tu cuerpo tendido allí, Victoria. Subo las escaleras que dan al segundo nivel de tu casa, camino sin detallar el verde de la pared, sin siquiera rozar el pasamanos blanco. Llego hasta tu cuarto, que está abierto de par en par y tu cuerpo tendido, sereno como si ya alguien te hubiese preparado para el viaje. Apenas tú sola hasta que he llegado a acompañarte. Las manos cruzadas sobre el vientre, sin rigidez alguna, como si de verdad durmieras.
¿Quién eres ahora, quien fuiste? Pálida la quijada, hundidos los carrillos, la boca con dulzura cerrada, te ves como siempre, la misma, sosegada y diáfana. Aun así, acostada, rezumas la sencillez y la austera elegancia de toda la vida. Una vida en la que solo pude cubrir un mínimo fragmento, como de seguro les tocó a tantos otros; un pedazo que probablemente movió un mínimo la tuya, si acaso, pero que cambió, marcó la mía hasta, estoy seguro, que le llegue su cierre.
Estás ahí, blanquísima, vestida como si vinieras de una clase de yoga. La gran señora te tomó dormida, supiste obligarla incluso a ser delicada contigo, considerada y discreta, como pocas veces suele hacerlo.
Tendida estás allí, sí, volviéndote porcelana apacible, recibiendo de tu propia habitación el aliento amable con que la ocupabas.
Y yo, perpendicular a tu cuerpo, veo cómo el sol comienza a inundarte los pies, esa luz amarilla que se posa sin estridencias, sin temperatura aunque no fría, una luz de enero que lo mulle todo, que suaviza filos y bordes, salientes. Esa luz comienza a subir por tus pies, largos y sanos, estatutarios, de amazona, de atleta núbil.
Te observo tendida, como ya alguna vez vi a mi padre horizontal sobre una rústica camilla de morgue. Ojalá hubiese muerto como tú, quizás, en su habitación mañanera, recién puesta la taza de café en la mesita contigua, acabado de posar, tal vez, la cabeza en la almohada para leer.
Tu cuerpo y el de mi padre, puedo verlo, se funden en uno solo; el tuyo desciende sobre el otro, ambos se encuentran y se mezclan de a poco, no importa que miembro a miembro no calcen, pero en el conjunto terminan siendo uno solo, lado a lado, de arriba a abajo. Algo los iguala en mi recuerdo de él y en tu presencia de hoy. La piel blanquísima, fresca, sin mácula, de la que todo calor se ha retirado.
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Semana a semana avanza el año. Ya se ha hecho costumbre el cambio de percepción en el transcurso de los eventos, cualesquiera que sean. Una mayor velocidad empuja todo hacia adelante y deja esa certeza de que apenas podemos registrar pocas cosas. Quizá por ello se haga deseable detenerse, trazar unas líneas, poner marcas a lo que ocurre allí donde haya dejado o movido nuestra interioridad. Si no ponemos esas boyas, esas señalizaciones flotantes sobre la marea incesante de los acontecimientos, podríamos perdernos, podríamos errar la ruta. Y no porque haya que obligar a regresar sobre lo andado, no porque sea un mandato impuesto desde afuera por nosotros, por una cabeza que fantasea sobre sí misma esforzándose por generar un modelo infalible, claro y preciso de una vida, no por eso, aunque también ocurre. Sería además por no sentir que lo vivido se disuelve tan burdamente en el acaecer infinito de la rusticidad y la circularidad de lo cotidiano, para, como siempre, intentar darle un sentido a la existencia. ¿No es eso también lo que nos define? «Insistimos, insistimos, nadie sabe por qué», dijo el poeta Cadenas, refiriéndose a otro asunto pero que aquí viene al dedo.
Sin la búsqueda de sentido somos poca cosa, parece. Recordemos al profesor Viktor Frankl. Pero ese sentido lo construimos hacia atrás, y requiere de atención y lentitud, trabajo de copista, quizá de notario. Levantar el mapa de nuestros anodinos e insignificantes hitos vitales, para la ruta propia, para el álbum íntimo que nos llevaremos a lo hondo de la tierra o al cielo de nuestras cenizas que el fuego elevará. Para nada más.
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El asunto es, Victoria, que Clarice es tan apacible, liviana, discreta y observadora como tú.
La primera vez que estuve en tu casa no dudé de que había una ventana idéntica a la que describes en tu novela Lluvia. No más me abriste la puerta en aquella primera visita, la reconocí al instante. Toda la luz que dejaba pasar, el sofá en el que te sientas debajo, esa parte de la sala contigua a la entrada de la cocina; la mesa de comedor al fondo, simple, sencillo todo como luego entendí era tu vida o tu manera de llevarla.
Recuerdo que lo primero que hice fue preguntarte si esa ventana era la que aparecía en la historia y por la cual se asomaba Clarice a ver la lluvia, sus volúmenes, la materia que iba empujando calle abajo por la urbanización. Me respondiste que sí, sin titubear. Yo me sentí partícipe de un secreto, de estar dentro de una intimidad, de una ficción tan real por necesaria y honesta. E intenté ver a través, como creía yo que vio la protagonista. No llovía ese día, esa tarde, no había movimiento en la calle, todo en silencio. Pero disfruté esos segundos de intromisión en tu mundo y además frente a ti. Mi primer encuentro contigo me llevó, voluntariamente, a convertirme en fábula novelesca, a aceptar todas tus estrategias de escritora, sin poner resistencia alguna. Así fue y así seguirá siendo en mi recuerdo.
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He conocido a una de las historiadoras venezolanas recientes más interesantes. He leído, para nuestro diplomado, uno de sus trabajos, escrito para la conferencia dedicada a la época de la Independencia. Carole Leal, la profesora que nos ha tocado escuchar en una sesión decembrina, nos mete de lleno en el asunto del período coyuntural que llevó, a los que luego pudieron llamarse venezolanos, a romper con la metrópoli española. La conferencia se tituló «La primera revolución de Caracas. Juntismo, elecciones e independencia absoluta», escrita y dada para la Fundación Rómulo Betancourt, a finales del pasado 2022.
Esto que consigo es un apretado resumen de ese trabajo, que a su vez es un compendio de un libro completo, editado recientemente por la UCAB.
«Como lo manifiesta la propia historiadora Carole Leal, de lo que se trata es de examinar con pulso crítico algunas “cosas dadas por ciertas” en la comprensión del período 1808-12, sobre todo desde presupuestos que la propia historiografía patria y nacional ha venido repitiendo a lo largo de los años de su ejercicio disciplinar.
El trabajo contempla un recorrido exhaustivo que estudia el ambiente político de la España de 1808 hasta el 5 de julio de 1811 en la Capitanía General de Venezuela. En ese recorrido intenta penetrar en las motivaciones que llevaron a la futura ruptura con la metrópoli española y a la casi inmediata organización de un congreso constituyente que pudiese dar cuerpo a las aspiraciones derivadas de los grupos e ideas en pugna en esa crisis.
Pero antes de entrar de lleno en el examen de todo el “terremoto político” que sacudió aquellos años fundacionales, la profesora Leal deja por señalado algunas lecturas, que hoy demandan ser superadas por la propia investigación histórica; en ellas se ha sostenido una posición errada sobre varios –para no decir todos– acontecimientos y dinámicas del tramo investigado. Este breve ensayo tratará de resumir esos aspectos sin pasar al desarrollo del cuerpo entero de todo el texto estudiado en la conferencia.
El primer yerro estaría en lo que la historiadora llama “una visión finalista” del proceso proto-independentista. En este sentido, expresa que esa visión supuso que el punto de llegada de aquella dinámica era igual al de partida, esto es, que la aspiración a la independencia absoluta fue la motivación de origen en aquellos días. En esta línea, la historiadora reconoce que hay dos creencias subyacentes: una, que el anhelo de independencia siempre estuvo allí, en las aspiraciones colectivas de la sociedad; y otra, la idea de que existía de manera sólida una nación venezolana. De esta forma y sobre todo por lo último, ha quedado el 19 de abril de 1810 y la escena de la renuncia del Capitán General Vicente Emparan desde un balcón del cabildo caraqueño, como el acto único que fundó nuestra independencia de la corona española.
El segundo desacierto es el que consiste en creer que fue Caracas la que “dio el ejemplo” a las demás provincias de la capitanía general, tal como reza el verso de nuestro himno nacional. Es lo que ella denomina “la tesis de la imitación”. En este sentido, mirar desde ese supuesto apenas una parte de todo el proceso es ignorar abiertamente las particularidades de lo que en realidad fue resultado de una larga y dificultosa negociación política.
El tercer elemento a desmontar, y quizá uno de los más delicados de abordar por el protagonismo del principal actor implicado, es la creencia de que la presión ejercida sobre aquel primer congreso por la Sociedad Patriótica, cuya figura descollante era Bolívar, fue la que indujo y encauzó en todos los implicados a dar la declaratoria definitiva en julio de 1811. Es lo que la profesora considera como una “lectura bolivariana” del proceso, hecha y enquistada en la memoria de estos acontecimientos iniciales.
Y la última, pero no menos clave, es la condena dada por el propio Bolívar al sistema federal de organización política de aquella primerísima constitución de Venezuela. Desde el criterio bolivariano, el haber adoptado esa forma de gobierno fue la causa principal del fracaso del primer ensayo republicano que emanaba del texto fundacional. “Esto acarreó, dice la profesora Leal, un silencio historiográfico inexcusable sobre los primeros años en los cuales se sentaron las bases teóricas, jurídicas y políticas de la república…”.
Habría que tener a la mano, para el recuerdo certero y la justa comprensión, que fue el propio Bolívar quien sepultó para la posteridad de la reconstrucción histórica aquel evento al calificarlo de “república aérea y filantrópica”, y al sistema federal como susceptible de “excesos liberales” que no podían llegar a consolidar una efectiva ruptura y la construcción de una nación. Creo asimismo que es de especial atención hacer foco en ese “silencio historiográfico” señalado por la investigadora y poder entender qué lo causó y por qué se ha sostenido a lo largo de los años, más allá de la evidente impronta dejada por el Libertador. Ya en ese sentido, un trabajo señero dio la primera campanada hace cinco décadas. Me refiero al trabajo El culto a Bolívar del historiador Germán Carrera Damas, trabajo que en su momento y hasta hoy sigue siendo una suerte de ariete que abrió las puertas de un cambio en la investigación de nuestro pasado.
Luego de planteadas todas estas aclaratorias, entramos de lleno en el objetivo del texto. Este no es otro que desentrañar el contenido del acta del 19 de abril; la junta conformada ese mismo día como acto de legitimación de lo que estaba decidiéndose, es lo que la historiadora llama “juntismo”. En segundo término, ese primer y peculiar evento electoral de los venezolanos de 1810, cuando plantean elegir diputaciones para el primer congreso constituyente de nuestra historia. Por último, el examen a fondo de la declaración de independencia como resultado de los intensos debates ideológicos que se dieron como ejercicio deliberativo y que permitió llegar a la fecha del 5 de julio de 1811, en la que se declara la libertad absoluta y de la que emana una primera carta magna como pacto social de los primeros venezolanos.»
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(Pequeño bosque). Una vez por semana me veía con Marina. Salía de mis clases en la universidad, a eso de medio día, me echaba esos kilómetros hasta su casa. Yo trabajaba en Sartenejas, una zona bastante alejada de la ciudad, pero muy transitada y poblada, no solo por estudiantes sino por gente de todo tipo, trabajadores de servicio, por ejemplo. Era un pueblo antaño, ahora una extensión más de la ciudad. Lo cercan urbanizaciones y centros comerciales. Tiene dos vías de acceso, una, la antigua, por el viejo pueblo aledaño de Baruta; la otra, que es la que uso para escaparme hasta los predios de la mujer que visito semanalmente, es una vía que conecta directamente con la autopista central del país.
Al terminar mi turno, el de los jueves, salgo por allí y desciendo hacia la zona de El Valle para tomar la otra sección de autopista que me dejará en la entrada de la vía Panamericana. Luego, subo hasta Agua Blanca y allí, hasta la urbanización Las Nutrias. Toda una vía de montaña, verde y de clima más que agradable. Desde Sartenejas hasta Agua Blanca se extiende una larga cadena de colinas y montañas que uno presume están interconectadas. Las autopistas no hacen sino bordearlas, puede uno intuir. Lo cierto es que esa condición de vía entre colinas otorga la sensación de estar entrando, circulando, penetrando, en lo agreste. A mí me despierta la fantasía de detener el vehículo a la orilla del camino y andar ladera arriba, entre esos abetos, pinos, eucaliptos, que abundan y cierran y le dan límite a la pista.
Marina me espera desnuda (también vestida, aunque no es lo usual). No es que estemos urgentes de sexo, pero a ella le gusta recibirme ligera y sin demoras, a pesar de que muchas veces el clima obliga a vestirse más. Su lugar es tibio, debo decirlo. Es como ella. Me recibe en la puerta, sin abrirla completa, por supuesto. Entro diciendo un hola casi susurrado y voy despojándome de lo que traigo encima. Nos vamos a la habitación antes de comer. No creo que lo hayamos hablado antes, pero esta manera de recibirnos a mí me mantiene conectado con aquellos años veinteañeros en los que todo era posible. Los años de la libertad. Ahora bien pasados los cuarenta, tener un amor con el que puedas llevar ese viejo hilo de confidencia, intimidad e intensidad, me parece una enorme ganancia. Algo que abona más a la relación.
Marina es blanca, delgada, de buenos senos, rosados y tersos. Lleva el cabello corto y en la frente le suele caer un mechoncito que la hace ver muy atractiva. Los ojos son amarillos, casi color miel, y cuando les da la luz se transparentan más. Curiosamente, acostada no se ve tan hermosa como cuando camina o está de pie. Pero eso es apenas un detalle. La conocí, nos conocimos, en la entrada de la biblioteca de mi universidad.
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Este mes de febrero es uno de los más cargados de conmemoraciones de nuestra historia. Todo o casi todo, ha ocurrido en febrero, social y políticamente hablando. Esa condición de ser el mes quizás más agitado del calendario tenga que ver con el hecho de que está abriendo el año. Enero está aún demasiado cerca del receso decembrino y muchas instituciones, actividades y personas no han tomado el impulso completo en sus dinámicas propias. En cambio, el segundo mes ya ha puesto la musculatura a tono para transitar los siguientes. Es costumbre entre nosotros está condición. Es nuestro ritmo particular, nuestra sístole colectiva. El resto de los meses por venir parecen depender de ese impulso, de esa contracción cardíaca que febrero tiene de suyo. De él dependerá el pulso que dominará el año, en buena medida.
Este año, entonces, en este febrero febril de siempre, se cumplen cuarenta años del llamado Viernes Negro. Una fecha que marcó o quizá sea mejor decir «partió» la vida socioeconómica del venezolano en dos partes, cuyo segundo pedazo a partir de entonces ha quedado a la deriva hasta hoy. Cuatro décadas y el país no ha levantado cabeza, gracias en buena medida a los sacudimientos políticos, la inveterada mala administración de la riqueza y la corrupción eterna de la dirigencia y los liderazgos. La nación como botín, nada que no se haya dicho incluso antes de aquel 1983.
Lo curioso de esta fecha es que las conmemoraciones o el simple recuerdo han estado muy tímidos para no decir escasos. De los que he podido hacer seguimiento, solo tres espacios en la web han ido más allá de la simple reseña y del titular descafeinado. Uno de ellos, especializado en documentales y de factura propia, de buena calidad en general en cuanto a imágenes, edición y guion, ha sido de los que más a fondo ha llegado en el género al que se dedica. Verlo es un viaje al pasado reciente, es repasar aquellos rostros protagonistas, secundarios o circunstanciales que gravitaron alrededor de aquellos acontecimientos. Los otros dos fueron hechos por entrevistas a especialistas e incluso a algunos que construyeron testimonio en su momento desde la economía o el periodismo.
Era muy niño en ese febrero del 83, once años de edad apenas, y desde luego que en la memoria quedaron las imprecaciones hechas en casa, algunas discusiones escuchadas a distancia en reuniones familiares y los reiterados titulares que machacaban sin tregua aquel desastre a lo largo de toda la década. Dos términos reservé en el recuerdo de la época: corrupción y malversación. Hubo otros, pero estos dos fueron los que más tiempo mantuvieron su influjo sobre lo que yo podía tímidamente ir armando interiormente acerca de qué era el país. Fueron como molestas etiquetas sonoras que lo acompañaban a uno a casi todos lados. Y desde luego estaba la vivencia de una precariedad económica que en casa trataron de amortiguar como fuese posible.
Lo cierto es que ya nada fue igual para el venezolano de clase media o en ascenso. Al día de hoy, son largas las historias de padecimiento y muchas de ellas complicadas de recuperar.
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