La crisis de la Guerra Federal - Runrun
Elias Pino Iturrieta Ago 05, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
La crisis de la Guerra Federal

El caballo rojo (1974), de Pedro León Zapata. Óleo sobre tela, 70.5 x 85.5 cm. La imagen acompaña el artículo Los caballos de Zapata, publicado Letralia.

@eliaspino

En 1867, Ricardo Becerra, un pensador de la vanguardia liberal, lamenta las matanzas de la Guerra Federal. Después de observar los resultados catastróficos del gobierno del Mariscal Falcón, sugiere una especie de borrón y cuenta nueva para volver a los tiempos del centralismo establecido cuando se funda la república. Becerra dirige El Federalista, periódico célebre de la época, afecto a las corrientes triunfales y leído con fruición por los seguidores del oficialismo, pero descubre desde su atalaya un panorama oscuro que lo conmueve hasta el extremo de mostrar su arrepentimiento por haber figurado entre los animadores del conflicto.

Guzmán Blanco se ve obligado a contestarle, porque se trata de un vocero capaz de provocar reacciones impredecibles; y a su testimonio, difícil de subestimar, acudimos ahora para aproximarnos a la segunda tragedia de la historia de Venezuela, después de la guerra de Independencia

La Guerra Federal, que trascurre entre 1859 y 1863, lleva a la sociedad a una calamidad parecida a la que funda la república.

La trascendencia de la conmoción se resume en el número de hechos armados que se desarrollan entonces en todos los rincones del mapa, menos en los Andes.

La muralla de las cordilleras salva a una región que espera su entrada en la política nacional por la puerta grande, mientras el resto del territorio es presa de la desolación.

Entre batallas de importancia y escaramuzas, los historiadores cuentan 2000 encuentros que dejan un saldo de 200.000 cadáveres en un lapso de cinco años. Datos suficientes para calcular la estatura de los perjuicios que se ciernen sobre la colectividad, y que parecían de difícil retorno después de casi cuarenta años de convivencia relativamente atemperada.

En el terreno de la economía la situación se traduce en una agricultura en cenizas, que se había alejado del abismo después de la desmembración de Colombia, y en una parálisis del comercio parecida a la que predominó hasta el triunfo de Carabobo contra los realistas. El joven arcediano Antonio José de Sucre, sobrino del héroe de Ayacucho y a quien esperan horas tumultuosas frente a  los liberales, afirma en 1866 que la situación obligaba a comenzar la vida desde su principio, como si antes no hubiera existido nada constructivo.

El país había intentado un experimento de gobierno que congeniaba con los adelantos del siglo y con el establecimiento de costumbres burguesas; un ensayo de deliberación que se quería alejar de la violencia, una administración que al principio se distancia del escándalo y detiene la corrupción de los políticos, una tradición de pensamiento solvente sobre los problemas esenciales, pero la Guerra Federal echa las contribuciones al rincón.

Un conglomerado de soldados harapientos reclama ahora el puesto que le ha negado el proyecto liberal, pero lo hace en términos amenazantes.

Sus gritos de “muerte a los blancos” y de “muerte a los que saben leer y escribir”, salidos de las huestes de Ezequiel Zamora y repetidas por las partidas realengas que florecen a partir de 1862, auguran situaciones de enfrentamiento que apenas se habían abocetado. Ahora pretenden posiciones de vanguardia los representantes del pueblo “feberal” y los gritones de la “feberación”, para iniciar un proceso cargado de desafíos cada vez más riesgosos para el republicanismo que ha buscado establecimiento trabajosamente. En medio de la conflagración los conservadores se dividen mientras el viejo Páez cae en la tentación de la dictadura, para que una pieza fundamental de la balanza del poder se vuelva polvo.

Los godos encuentran reemplazo en los caudillos del pueblo “feberal”, líderes sin mayores luces pero sustentados en muchedumbres lugareñas y en la influencia del coraje físico, que desestabilizan la marcha de los asuntos públicos hasta la llegada del siglo XX, cuando sus desmanes y sus años los vuelven rivales endebles para el castrismo y el gomecismo salidos de unas montañas virginales.

Como añadidura, durante el gobierno del Mariscal Falcón, ya concluida la Guerra Federal, suceden más de un centenar de combates a través de los cuales la anarquía se ensaña con una comarca muerta de hambre. Un pronunciado dislocamiento conduce al retorno del octogenario José Tadeo Monagas a la casa gobierno.

La vuelta de un dictador despreciado y derrocado en la víspera inicia un lapso de rapiña y mediocridad, el “Gobierno Azul”, breve por fortuna, gracias a cuyo paso podemos entender la magnitud del sumidero a que llega entonces Venezuela.

Un hijo y un sobrino del anciano soldado se disputan el poder, sin más credenciales que sus familiares agallas y solo con la fuerza de una soldadesca grosera. Las calles de Caracas son tomadas por bandas de alborotadores, los llamados “lyncheros”, que siembran el pánico sin que nada les estorbe. Es tal la confusión, son tales la pobreza de la discusión política y la falta de luces, que la autonomía de las regiones planteada como causa de la conflagración termina en un ensayo de centralismo que no estaba en el programa, y que hace befa de las búsquedas del pasado reciente.

Si alguien piensa que en la actualidad pasamos por una crisis jamás experimentada, el  esbozo que ya termina puede quitarles la idea.

La cadena de las crisis

La cadena de las crisis

 

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