Nostalgia - Runrun
Sebastián de la Nuez Ago 31, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
Nostalgia

@sdelanuez

La nostalgia está en la diáspora, vive con ella, sobre todo durante las noches. Es la morriña por una ciudad o un país que ya no existen. Si no se convierte en una fiebre crónica, es energía pura que cataliza y mueve hacia la creación. Muchas novelas, ensayos, cuentos y poemarios en plena ejecución desde Europa, Norteamérica o Suramérica van a dar testimonio, lo están dando ya, del otro país. Uno más consciente de sus errores y menos bolivariano.

Es un país disperso, sufriente, desasosegado. Hay un montón de sus ciudadanos que en diversas partes del mundo hacen periodismo, prospección política, investigación histórica y literatura por y para Venezuela.

El disparador es esa energía vital que necesita una espita de desahogo. Puede que la llama alcance solo a Facebook, puede que pase a Amazon o se asome en alguna otra plataforma digital. Puede que sea tomada en cuenta por alguna editorial o quede, apenas, engavetada junto a la esperanza.

La nostalgia es buena porque es esa energía. Los materiales que pueden producirse a partir de ella construyen un testimonio de la nación de estos últimos veinte años. La memoria colectiva tendrá matices, aristas y modos de tanteo. Al conjunto de esos materiales se le puede llamar, de una manera arbitraria, «literatura de la diáspora». Es la que nace de quienes, habiendo asimilado la tragedia, analizan, reflexionan o simplemente vierten lo que llevan por dentro. Es una manera inteligente de enfrentar la tragedia, ese No-País al que se refiere el amigo Golcar Rojas. Escribir es, sobre todo en este caso, administrar el debe y el haber, repasar las facturas acumuladas, construir una posibilidad colectiva sin que nos lo propongamos (hay cosas que deben ir saliendo sin plan preconcebido que condicione sus resultados).

Los venezolanos están escribiendo desde la periferia, desde el subsuelo, desde la duermevela. Ojo: construir una posibilidad colectiva también pasa por el ejercicio de ordenar la memoria. Escritores como Elías Pino Iturrieta, Inés Quintero, Federico Vegas (sobre todo con Falke y Sumario) y Francisco Suniaga (en especial por El pasajero de Truman) saben de esto, miran por el espejo retrovisor pero, al hacerlo, iluminan la carretera.

La pulsión de la nostalgia adopta formas variadas. Puedo nombrar este caso: la poeta venezolana Ángela Molina, con un entusiasmo capaz de escalar el Everest en esta temporada de incertidumbres, planifica un homenaje para septiembre, en la isla de Gran Canaria, a su referencia del alma Armando Rojas Guardia. Será un acto real, o sea, en vivo y directo, probablemente en un parque al aire libre. Con Ángela he estado en Canarias tomándonos unos vinos. Yo le hablaba de cualquier tema y ella me hablaba de Caracas. Llegados a cierto punto, al menos en una ocasión, ella sacó su móvil y puso a todo volumen a Simón Díaz cantando lo de la vaca mariposa que tuvo un terné. Estábamos en la cafetería del Casino de Gran Canaria. Ella no lloró ni yo tampoco, pero perfectamente hubiera podido suceder. Seguro que ese homenaje a Rojas Guardia será un éxito.

Dicho sea de paso, esta catarata de encuentros por Zoom es un fastidio. Los intercambios de ideas sufren.

No hay nada como ir a un foro de verdad, a una charla o mesa redonda o conferencia en un sitio tangible, asistiendo al antes y al después, a los entretelones que puedan otearse y a las reacciones espontáneas sin la mediación de las redes. Con Zoom no hay matices. Visualmente siempre es una toma impertérrita del participante o entrevistado bajo una luz clínica, sujeto a un enfoque amateur, anodino, gélido. Ves una cara que le habla (generalmente de forma entrecortada) a una pantalla. Esa maquinización debería estudiarse como barrera, ¿no produce un distanciamiento psicológico perverso?

En cualquier caso, tiene mérito lo que está haciendo la Fundación para la Cultura Urbana convocando a unos encuentros virtuales entre creadores sobre narrativas urbanas. Así celebra la fundación los veinte años de premios, ediciones y actividades.

Un dato adicional: la «literatura de la diáspora» comienza a recoger frutos espontáneos por parte de los extraños, los que se asoman a ella desde afuera. El poemario de Carmelo Chillida, «Rojo como la cabeza de un fósforo», es la palabra común hecha herramienta para oponerse ante la barbarie chavista, he allí su mérito y su encanto. He aquí un trozo: «Definitivamente no me gusta el color verde oliva / y menos cuando quiere extenderse sobre todo un país. / Míralos, ahí van. Míralos cómo marchan acompasados / como robots con la cabeza hueca (…)».

Habrá confinamiento, pero la nostalgia con su correspondiente pulsión por decir o narrar algo y que ese algo signifique una parte del todo, una entrega cargada de sentido, es un buen augurio.

Por ahí están la filóloga Laura Cracco a punto de ser editada por Bartleby. Ahí está la talentosa periodista Mirtha Rivero finiquitando su investigación política para su próximo libro, que será tan o más exitoso que La rebelión de los náufragos. También el economista Humberto García Larralde está a punto de ser editado. Hay otros, en España, trabajando cada quien en lo suyo. Seguramente en distintos asentamientos de la migración venezolana en el exterior habrá mucho que contar.

 

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