Asdrúbal Aguiar, autor en Runrun

Asdrúbal Aguiar

Agoniza la república, sobrevive la nación, por Asdrúbal Aguiar
Chávez fue una excrecencia de la república declinante, más no un hijo de la nación que lo pariese, a la que traiciona permitiendo que al Pacto de Puntofijo le sustituyese el Pacto de La Habana

 

@asdrubalaguiar

Hace tres décadas, al producirse en 1989 el deslave humano del Caracazo, que es punto de inflexión en el proceso de modernización civil iniciado en Venezuela a partir de 1959, Ramón J. Velásquez, memoria del país, expresidente de transición fallecido, me resume el hito: “Los venezolanos –agregaría yo, la nación– abandonaron sus casas para irse a las calles y no regresar”.

Pocos reparan que en ese primer tramo –a partir de 1959– formado por dos generaciones de aquel pueblo que Simón Bolívar denostara desde Cartagena de Indias, en 1812, a fin justificar su deriva como gendarme necesario: “no está preparado para el bien supremo de la libertad”, a su término, finalizado el siglo XX, se consideró maduro para tomar sus riendas. La república, hotel ocupado por militares y por políticos desde el monagato en 1847, debió ser para lo sucesivo, y no lo ha sido, la sede de la nación.

La república decidió atrincherarse otra vez e impedir que la gente –eso que algunos llaman sociedad civil y tachan de antipolítica– pudiese fisurar el odre de la sociedad política para verterle su vino fresco. Al cabo, la república opta por negar a su hija, a la nación, a esa que hizo crecer y madurar la democracia de partidos que establece la Constitución de 1961.

Solo un ignorante, de talante fascista y mesiánico como Hugo Chávez Frías –lo que le estimula el argentino Norberto Ceresole al hablarle de posdemocracia en 1995– podía afirmar que, tras él, quedaba el diluvio. ¡De ser así, jamás hubiese salido de Barinitas hacia la capital que le forma! Fue una excrecencia de la república declinante, más no un hijo de la nación que lo pariese, a la que traiciona permitiendo que al Pacto de Puntofijo le sustituyese el Pacto de La Habana.

Pasó por alto Chávez, como lo hacen quienes desde la plaza de la república aún cocinan sus intereses mezquinos sin mirarse en la nación, que la expectativa de vida del venezolano para 1955 era de 51,4 años. En 1998 sube a 72,8 años. Venezuela, excluyendo a su boutique caraqueña era para 1958 una nación de letrinas –la dictadura perezjimenista construye 149.654 hacia 1955. No por azar luego se multiplican los acueductos en un 65 % entre 1959 y 1964, y crecen, exponencialmente, hasta servir en 1998 a 19.142.910 venezolanos.

Habían desaparecido las endemias y epidemias a lo largo del siglo XX. En 1955 cuenta Venezuela con 228 hospitales, de los cuales 89 son privados. Los centros de salud, en poblaciones entre 5 y 15.000 habitantes son 11 y 396 las medicaturas rurales. Y en pleno siglo XXI, cuando aquellas –las enfermedades superadas– regresan e intenta mitigarlas el gobierno de Chávez –el de Maduro es mera virtualidad en lo sanitario– con médicos cubanos importados, se olvida que en 1998 contaba el país con 39,6 profesionales de la salud (23,7 médicos) por cada 10.000 habitantes y 50.815 camas hospitalarias. Los hospitales generales se elevan a 927, de los cuales 344 pertenecen al sector privado, y los ambulatorios suman 4.027, de los cuales 3365 son rurales.

A inicios de la dictadura del general Juan Vicente Gómez, constructor de las primeras tres carreteras que cruzan al territorio nacional para darnos textura humana e integrarnos, entre estas la Transandina, hasta 1955 se construyen 19.927 km. Llegan a ser 95.529 km. en 1998. Y de las 3 universidades públicas y 2 privadas existentes para 1959, nuestra geografía queda regada hacia 1998 con más de 200 instituciones de educación superior.

Era imposible, pues, como me lo decía Velásquez, que la férula opresiva de la república sobre la nación con pantalones largos se mantuviese, más allá de 1989. De allí la crisis de los partidos tutelares, que se vuelven simples franquicias para el trámite de los asuntos del poder clientelar durante las tres décadas siguientes.

Los medios de comunicación reclamaban sus cuotas parlamentarias, mientras otros, desde la empresa privada compran curules para situar a sus hijos dentro de la política a partir de 1998. De nada sirvió el fórceps de la elección de gobernadores y alcaldes propiciada, solo bajo el calor de la crisis republicana, por Carlos Andrés Pérez.

Las cúpulas partidarias, llamadas a invertir la pirámide del centralismo y abrirles el paso a los liderazgos nacientes mejor conectados con la nación, se negaron. Como también frenaron –“para no hacerle el favor a Rafael Caldera”– la reforma constitucional que hubiese impedido el salto al vacío, a partir de 1989, de la constituyente bolivariana. No fueron capaces, siquiera, de armar, con su relativa mayoría, una directiva parlamentaria que le hiciese contrapeso al poder gubernamental que logra Chávez en 1998. Le dejaron el campo abierto. El «excremento del diablo», que tanto molestara al padre de la OPEP, Juan Pablo Pérez Alfonso, se atravesó en el camino y volvió a hacer de las suyas.

La república bolivariana destruye nuestros fundamentos constitucionales como nación para restablecer a la república de los gendarmes, ayudada, en efecto, por la directiva del último Congreso de la democracia.

Se apalanca sobre un ingreso por barril petrolero de 100 dólares. La nación venezolana cerraba su modernidad y la sostenía, en 1999, con un ingreso modesto de 10 dólares por barril petrolero. 

Hacia 1810, uno de nuestros padres fundadores, don Andrés Bello, quien hubo de emigrar y morir como hijo de tierra ajena, Chile, escribe que a fines del siglo XVII empieza la época de nuestra regeneración civil y consistencia duradera, “tras el malogramiento de las minas” descubiertas a principios de la conquista. Y dice que, entonces, la nación juró “espontánea y unánimemente, odio eterno al tirano”.

Como expresión genuina de cultura y de ciudadanía solo permanece la nación por atada al vínculo del dolor, hacia afuera y hacia adentro, mientras la república se disuelve en el estercolero de la corrupción.

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Prensa y teocracia digital, por Asdrúbal Aguiar
El ChatGPT hace presente al deus ex machina sapiens. La “maquinaria que introduce al Dios” para que piense y resuelva por todos…
¿Estaremos en la antesala de una emergente teocracia robótica o religión atea?

 

@asdrubalaguiar

A todo jurista de nuestro continente, para discurrir acerca de las libertades de prensa, de expresión y de conciencia le bastaría precisar que como derechos estas se encuentran consagradas en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948, en la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, y en la Carta Democrática Interamericana de 2001.

Le sería suficiente decir –a fin de profundizar y desarrollar en sus aspectos varios– que a la luz de dichos instrumentos dichas libertades expresan e integran a un derecho complejo, pues implica buscar, recibir y difundir ideas de toda índole, contrastándolas, y dando lugar con ello, además, al derecho de acceso a la información en manos del Estado; derecho que ha de asegurarse a través de los principios de publicidad, de transparencia, y de máxima divulgación.

Podría agregar quien hable sobre la libertad de expresión y de prensa que no se trata un derecho absoluto, pero no admite censura previa salvo la de los espectáculos públicos, para proteger a la infancia y la adolescencia, quedando prohibida toda apología del odio nacional, racial o religioso e incitador de la violencia o de cualquier otra acción ilegal contra persona o personas por estos mismos motivos.   

Al cabo, yendo más allá, explicaría que la libertad de expresión solo es restringible con apego a los criterios de legalidad, idoneidad, proporcionalidad y dentro de los límites necesarios permitidos por la democracia. O añadiría que, implicando la libertad expresión el respeto a los derechos y la reputación de los demás, se aceptan –mediante una prueba o test de balance con los otros derechos afectados, como el del honor, o las libertades de conciencia y religión– las expresiones que desagraden o irriten o molesten, cuando se trata de cuestiones de interés público e indispensables para que la opinión pública configure sus juicios en el marco de la experiencia democrática.

Nada de esto serviría como enseñanzas si se tratan de considerar los efectos que sobre tales libertades y derechos tiene el proceso globalizador que les constriñe, desde la gobernanza tecnocientífica.

Para mejor explicarme, acudo a la metáfora desarrollada por el sociólogo polaco Zigmunt Bauman, autor de La modernidad líquida (1999). Media, en efecto, un fenómeno de liquidez cultural en boga, que en mi criterio y como lo he sostenido repetidamente es deconstructivo de raíces y de imperio del relativismo. Se trata de una saga que se inicia hace tres décadas con la emergencia de las grandes revoluciones industriales, la digital y la de la inteligencia artificial. Lo del derrumbe de la Cortina de Hierro, al que se viese como el eje del fin de la historia, visto en retrospectiva, resta ante estas como algo subalterno.

Así como la civilización y la cultura, dentro estas la religión, responden a variables de identidad inherentes a la persona humana, de localidad y de temporalidad, lo digital y la robótica deslocalizan a todos los seres humanos, les sujetan a entornos virtuales negadores del tiempo, y cultivan la instantaneidad. Determinan el horizonte del transhumanismo y la posmodernidad, en los que imperan como reglas las verdades al detal y la ciudadanía internauta de los usuarios; que así los ve y considera la gobernanza digital, como usuarios o datos, para diluirles sus derechos a expresarse con racionalidad libre – pues priva el énfasis sobre lo sensorial – y a tener fe en la trascendencia.

En el arco temporal que se cierra con la pandemia universal, 1989-2019 y al que le sigue el aldabonazo de la guerra, en 2022, tales tendencias se hacen profundas. Buscan mineralizarse en este otro escenario de mayor calado e incidencia como el que se abre, poniendo a prueba el destino, por lo pronto, de la civilización de Occidente.

No se olvide ni se descuide, a tal efecto, como dato de la experiencia conocida y para mejor comprender lo dicho, que en el tiempo señalado medió el empeño por superar al Homo sapiens –de la especie racional y espiritual– y al Homo videns –el sujeto/objeto acrítico de la televisión. Se le dio paso y asiento al Homo Twitter, acaso síntesis digital de los dos anteriores. César Cansino lo celebra y lo describe así: “Si en la evolución humana el Homo sapiens alcanzó sus máximas facultades con la lectura y la escritura, el Homo Twitter lo logra en su tentativa de ser elocuente en la brevedad, en el esfuerzo de la síntesis.

Ahora es la concisión lo que determina al ser humano, la economía del lenguaje, la ligereza del tweet.

Como el Homo videns, el Homo Twitter también es seducido por el canto de las sirenas de las imágenes, ya no puede abstraerse de sus encantos, su contagio es generacional, pero a diferencia del Homo videns, el Homo Twitter no renuncia a la interacción, se niega a ser una esponja receptora pasiva de imágenes, por lo que reacciona a todos los estímulos que recibe. Opina, critica, convalida, rechaza, repudia…”.

Desde hace pocos días, el ChatGPT, “un prototipo de chatbot de inteligencia artificial desarrollado en 2022 por OpenAI y que se especializa en el diálogo”, hace presente al deus ex machina sapiens. Es la resurrección de la “maquinaria que introduce al Dios” en el teatro cómico de la antigua Grecia para resolver los impases humanos y para que piense y resuelva por todos, por los actores y por la audiencia, en el teatro de la posdemocracia. ¿Estaremos en la antesala de una emergente teocracia robótica o religión atea? ¿Se abre a nuestros pies, tras el «quiebre epocal», una Edad que no venerará ni a dioses ni a hombres sino datos? ¿No plantea otro oxímoron o una herejía frente a la idea a cuyo tenor “el pensamiento y el lenguaje, que reflejan la realidad en distinta forma que la percepción, son la clave de la naturaleza de la conciencia humana?

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El doble daño del exilio o el olvido social, por Asdrúbal Aguiar
Mientras agoniza la república en la geografía que nos viera nacer, la nación, por ser hija del espíritu, adquiere sus maravillosas texturas allí donde cada venezolano se hace presente, en casa ajena

 

@asdrubalaguiar

En la Grecia de la antigüedad se conoció la institución del ostracismo, cuya palabra deriva de los votos del destierro que permanecían escritos sobre cerámica y en una decisión que se adoptaba, por razones políticas, contra aquel a quien se consideraba una amenaza así no hubiese incurrido en un hecho ilícito. Teóricamente se usaba para prevenir una eventual tiranía por el afectado o para el pago de sus errores contra la comunidad. Aislamiento físico o psicológico, como el llamado trato de silencio a quien marcha hacia esa pena: ve dialogar a los suyos, pero los suyos ni le escuchan ni le incorporan a sus diálogos.

Es cierto, no obstante, que en ese pasado remoto, al sometido a ostracismo no se le deshonraba ni se le confiscaban sus bienes, como ocurre con los comportamientos colectivos que estimulan, en nuestra contemporaneidad, las llamadas dictaduras del siglo XXI, pues en línea contraria al origen de esa experiencia, dispuesta por Clístenes en el año 510 anterior a nuestra era y aplicada contra Hiparco y contra el demagogo Hipérbolo, se la aplica ahora en América Latina para impedir la vida en democracia. Se la considera como salvaguarda frente a quienes amenazan a las satrapías de turno y se les llama –pasa con los exilados cubanos– gusanos.   

La cuestión viene al caso –sensibilizado por la situación de los casi 8.000.000 de mis compatriotas desplazados o exilados por el régimen de Nicolás Maduro; exilados pues al cabo tal emigración, para sobrevivir, tiene su origen en una perturbación ideológica, la del marxismo o capitalismo de vigilancia imperante –ya que trae a colación lo recientemente ocurrido en Nicaragua. No solo fueron desterrados 222 presos políticos, sino que se les ha retirado la nacionalidad.

Se les han confiscado los bienes y los derechos de ciudadanía a otras 94 personalidades, como condenado al obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, a 26 años de prisión por rehusarse al exilio. A las víctimas se les niega todo derecho a ser personas, se les arranca toda identidad, se les purga, no de la república sino de la nación de cuyas raíces proceden. Es doble el castigo y agravado el daño antropológico.

Hago memoria y se me actualizan dos experiencias de las que fui testigo como emisario y después embajador del presidente Luis Herrera. Al dictador argentino Jorge Videla, con quien nos entrevistamos en Mar de Plata en 1978 –en misión que encabeza José Alberto Zambrano Velazco, designado canciller en 1979– me atrevo a preguntarle sobre el origen del golpe de Estado que lo lleva al poder. No titubea ni se incomoda. Lo atribuye a la «ley del silencio» impuesta por los civiles a los militares: – “No nos dejaban entrar por la puerta, lo hicimos por las ventanas”.

En 1980, el diario El Mercurio organiza una tenida para el general-presidente de Brasil, João B. Figueiredo, que visita a Santiago. Al toparme con el dictador Augusto Pinochet, a cuyo lado permanecía su esposa, doña Lucía Hiriart, me estrecha la mano y dice: –“Embajador, coméntele a su presidente que nada me importa lo que piensen de mi en el extranjero. Le hago caso a lo que piensan de mí los que viven en Chile”. Unos 200.000 chilenos se encontraban exilados, no existían.

Lo grave fue el comentario que le escucho en ese tiempo a uno de los líderes de la oposición democrática, que en 1988 integrara la llamada Concertación. Eufóricos acudían al mitin célebre del Teatro Caupolicán del año ‘80 donde don Eduardo Frei, con admirable coraje y en una hora del arreciar dictatorial denunciaba que permanecían “en interdicción cívica, privados de sus derechos ciudadanos”: – “El exilio, querido embajador, está aquí, en el Caupolicán, no en quienes se han ido”, me dice aquél.

Durante su campaña, reunido con Revolucionarios y Bolivarianos por la Patria, seguidores de Hugo Chávez y al manifestarles Henrique Capriles Radonsky, candidato presidencial de oposición y socialista, que su modelo es el de Luis Inãcio Lula da Silva, sostenía desde Miami que “no somos Cuba, ni vamos a seguir los pasos de Cuba”: – Están desde la comodidad [del exilio], diciéndonos que nosotros, los que estamos aquí, luchando, tenemos que hacer esto o esto, con sus pantuflas, desde un escritorio, escribiendo… Vengan para acá, vengan y pónganse al frente. Lo lamento, la lucha es aquí”, afirmará categórico en 2016. Lo había derrotado Nicolás Maduro en 2013.

La segregación del exilado, su ostracismo, la realidad de verse desplazado, de no encontrar eco desde su distancia obligada frente a aquellos otros con quienes formara nación o patria –que es ejercicio de la libertad y como debe serla y entendérsela, según lo sostiene el patricio Miguel J. Sanz– significa, por lo visto, descubrir que el exilio tiene su más amargo reverso en la soledad.

Es ese el castigo que entiende y por lo mismo espera ver la pareja Ortega-Murillo que se realice en quienes amenazan su poder despótico. Volverlos trashumantes solitarios, adanes sin lugar ni sentido del tiempo, sin vínculos ni raíces salvo que admitan sujeciones y pérdidas de autonomía, es el desiderátum. La virtualidad y la instantaneidad de vida se les vuelve, se nos vuelve a los exilados un vicio. ¿Será por eso que se nos conoce como guerreros del teclado?

El exilio, ciertamente, es una perversión de la historia y su destino, más aun es desviación de la naturaleza humana; por lo que en perífrasis del argumento de Augusto Roa Bastos me atrevo a volteárselo para señalar que, enhorabuena, a los temores del desarraigo les diluye la creación cultural, la escritura y la oralidad, sea literaria, sea musical. Así que, mientras agoniza la república en la geografía que nos viera nacer, la nación, por ser hija del espíritu, adquiere sus maravillosas texturas allí donde cada venezolano se hace presente, en casa ajena para encontrar el arraigo perdido y para trucar a la amargura del tiempo en inspiración y fuente de nobleza.

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Recuperar a Venezuela, por Asdrúbal Aguiar
Que las naciones necesitan ‘conciencia de sí mismas’ para poder construir ‘algo digno y durable’ es lo que piensa el trujillano don Mario Briceño Iragorry

 

@asdrubalaguiar

El tránsito que nos condujo desde la caída de la Primera República hasta Carabobo, y desde Carabobo hasta 1830, fue el arco temporal que conjuró a la república naciente y al liberalismo criollo originario, reduciendo la cuestión venezolana al cambio de monarcas por caudillos, a cuyo efecto se desmiembra la Gran Colombia una vez como el constituyente boliviano de 1826 –Bolívar ante la crisis– pide la presidencia vitalicia y a la vicepresidencia como una heredera forzosa. Hugo Chávez Frías y Nicolás Maduro Moros recrean esta obra y la escenifican 186 años más tarde.

Es este, pues, el nudo gordiano que cabe desatar y desentrañar como madeja a fin de redescubrir lo distinto de lo repetido y acaso desvirtuado o impreso de modo indeleble en los genes republicanos nuestros, ganados para los mitos y negados a la utopía; que nos hacen proclives al hombre prometeico y para afirmar con ello nuestros complejos coloniales. Estos nos niegan, aún, el vivir con plenitud la experiencia de una libertad social y política responsable, nos evitan ser nación y patria cabales.

Nuestra diversidad local, como espíritu que de hecho aún subyace en lo venezolano a pesar del renovado centralismo político que se nos ha impuesto, es la prolongación de la tormenta de miríadas de naciones originarias que fuimos al principio, luego recogidas en pueblos de doctrina y localizadas. Éramos naciones varias y nómadas, poseídas unas veces con pasión, otras con violencia, y entre ellas mismas, unas con las otras; luego se les sumarán las migraciones llegadas desde tierras lejanas: desde Hispania y el África. Esa es la base y la fuente, en suma, de nuestra cultura sincrética que nos sitúa como realidad de presente invariable y de un Ser que aspiramos siempre a serlo, como adanes.

Atendiendo a lo subjetivo, tratando de auscultar en búsqueda de esa conciencia de nación que ha de mirarse desde lo local y en el mestizaje, si nos seguimos por Ramón Díaz Sánchez dirán algunos que somos y heredamos al ser que ha sido y es el español que nos conquistara: “Ama la libertad, es individualista, rebelde e igualitario en la misma proporción en que es místico, déspota, aristocrático, supersticioso y anticientífico”. Otros verán al ser que nos integra desde la vertiente indígena, trasladándosenos el carácter guerrero y violento de algunos de nuestros originarios o la proverbial mansedumbre de otros, como los arahuacos, que migran para evitar ser esclavizados o vendidos por los caribes.

En cuanto a la savia africana que alimenta nuestro ser, estudiada por Arthur Ramos y en narrativa que hará propia el mismo Díaz Sánchez: “…en el barco negrero en el que se mezclaban negros provenientes de los puntos más diversos, y pertenecientes a pueblos de culturas desiguales, se produjo una solidaridad en el dolor, una asociación en el sufrimiento por una comprensión mutua del destino común. [L]os esclavos a bordo del buque negrero se llamaban unos a otros malungo, esto es, compañero, camarada”, introduciéndose entre nosotros la cultura de la igualación y lo parejero.

En línea con lo aspirado por la Conferencia Episcopal Venezolana, la búsqueda de nuestras raíces ha de quedar atada a una clara postura antropológica, no desasida del salto tecnológico que todo lo condiciona en la hora. No por azar ha dicho esta –cabe reiterarlo– que la refundación de la nación debe realizarse sumando la praxis a las ideas, bajo “los criterios de la ciudadanía e iluminados por los principios del Evangelio”.

Y no se olvide que nuestra primera constituyente histórica, lo afirmo así en mi poco conocido libro La mano de Dios: huellas de la Venezuela extraviada, es la que se reúne en la Caracas de 1697, convocada por Diego de Baños y Sotomayor, en la Santa Iglesia Catedral, para el Obispado de Venezuela y Santiago de León. Al efecto se adoptan las Constituciones sinodales, una suerte de código de derecho canónico que abarca con su fuero al mundo civil, formándose asamblea con el gobernador y Capitán General de la Provincia y algunos diputados de aquella gobernación.

Que las naciones necesitan “conciencia de sí mismas” para poder construir “algo digno y durable” es lo que piensa el trujillano don Mario Briceño Iragorry (Introducción y defensa de nuestra historia, Caracas, 1952); conciencia de unidad, precisa Rafael Caldera. Pero, trasladando la observación de este sobre el conjunto de lo latinoamericano a lo venezolano, procede concluir en que el sustantivo de aquella conciencia o sentimiento es la “solidaridad pluralista”, la solidaridad como unidad entre diversos, entre los localismos dominantes, sentido distinto a la de la unidad que reclaman los déspotas.

Es decir, que, mediando una unidad de origen, de lengua y de religión y gradaciones varias en el mestizaje común, la diversidad es un hecho irrevocable, mientras que la unidad bien entendida es un producto de la conciencia, que adquiere su concreción en la idea de la “voluntad de nación”, como lo destaca el expresidente.

Y para que haya “voluntad de nación” –que al cabo habrá de expresarse luego en nuestra Constitución, otra distinta de la actual– se requiere de nación, y ella ha desaparecido, debemos reconstruirla. Sin nación no hay república, salvo una mendaz e imaginaria. Por lo que finalizo con una pregunta necesaria, a la que habremos de encontrarle respuesta cada uno de nosotros, desde nuestros fueros íntimos y que la formulo en mi señalado libro sobre nuestros primeros 300 años desde cuando se nos bautizase como la Pequeña Venecia:

¿Existió –fuera del Estado y los partidos, o los cuarteles– una identidad o espíritu venezolano en algún momento de nuestro trasiego histórico multisecular, que nos sirva de ancla, dentro de una realidad que como la nuestra termina sus días en una suma forzada o arrejunto de grupos, intereses y egoísmos, donde la mayoría nos hicimos diáspora de desplazados, hacia adentro y hacia afuera? Esa es la interrogante que hemos de responder ante nuestras conciencias, antes de asumir el sagrado compromiso de ponernos la patria al hombro y reconstituirnos.

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La herejía de la nación, por Asdrúbal Aguiar
Hablar de nación y plantearse su reconstrucción como nos lo demandan los obispos venezolanos, parece herejía, como ayer la fue. Significa hurgar en los valores que nos dan identidad como pueblo

 

@asdrubalaguiar

Los odios y enconos entre quienes hoy aspiran a dirigir a Venezuela, salvo excepciones, sin antes destronar al mal absoluto que la posee y sin restañar lo que más importa, a saber, las heridas y laceraciones irrogadas a la nación que nos ha cobijado hasta ayer son la prueba palmaria de su disolución.

La política doméstica se reduce a simulación en el teatro de la república. Es solo una franquicia útil para tranzar, como en juego de azar y virtualidad, las cuotas de un poder menguado, sin relación alguna con el común de nuestras gentes. Entre tanto, algunos creen resolver la disyuntiva entronizando memorias en un país que la ha perdido, sobre todo querer hacerlo enterrando y maltratando las de otros, como en un ajuste escatológico de cuentas.

El diario de Sir Robert Ker Porter, que registra nuestro tiempo entre Carabobo y La Cosiata, revela que el clima de ayer se replica en el de ahora: “Poco respaldo se dan entre sí aquellos cuyo deber es el de ayudarse para hacer cumplir las leyes. Los celos, el egoísmo y la rapacidad pecuniaria son los motivos principales de la conducta de casi todos los empleados públicos”, escribe el diplomático británico. Se celebraba en esa Caracas de 1826 otro aniversario de la Independencia de Colombia.

Lo que es más importante. Reseña Porter que todas las autoridades estaban colocadas frente al altar, y luego el prelado principal hizo un sermón político para la ocasión. Narra que en el centro de la gran plaza y en el friso que rodeaba a sus columnas pudo leer lo siguiente: “El 19 de abril trajo independencia, libertad, igualdad, tolerancia, justicia” y otras diez o doce virtudes más que supuestamente son los integrantes de una república pura”, estima el cronista. Refiere luego y líneas más abajo lo que le deja estupefacto: “ni un grito de la gente”. “En mi vida he visto semejante apatía en los espectadores de un festival tan importante y cuyas consecuencias, además, eran tan beneficiosas para ellos y para lo universal”.

No había nación, en efecto. El proceso hacia Carabobo acaba la que se mixturó durante los 300 años anteriores. Un año antes, en 1825, el propio Bolívar, escandalizado y acaso contrito escribía a su tío Esteban Palacios: “Ud. ha vuelto de entre los muertos a ver los estragos del tiempo inexorable, de la guerra cruel, de los hombres feroces… Los campos regados por el sudor de trescientos años han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y los crímenes”.

Hablar de nación y plantearse su reconstrucción como nos lo demandan los obispos venezolanos, parece herejía, como ayer la fue. Significa hurgar en los valores que nos dan identidad como pueblo de localidades y de diversidades culturales que fuimos, desde nuestro más lejano amanecer; realidades históricas que se fundieran en la noción de patria, que es saber ser libres como debemos serlo, según la enseñanza de Miguel José Sanz.

Rehacer la nación puede verse, además, como un acto de ingenuidad. Un «quiebre epocal» estremece los cimientos de la civilización que nos integra. Vivimos en una hora y en un siglo signados por las ideas de la deconstrucción cultural y el final de los arraigos; de empeños por la totalización del género humano, en un contexto de virtualidad e instantaneidad que es negador de la cultura, hecha de localidad y culto por el tiempo intergeneracional.

“De resultas se vive de hoy para mañana, se hace para deshacer, se obra para destruir, se piensa para embaucar”, diría otra vez Cecilio Acosta, si resucita, tal y como se lo expresara a Rufino J. Cuervo en su carta de 15 de febrero de 1878.

Si fuese ello posible, rescatar nuestros valores y rehacer a la nación, cabe tener presente que no son los que constan y se han repetido sucesivamente en nuestras constituciones, desde la primera, adoptada en 1811. Pues si este fuere el caso, el de nuestra horma constitucional, cabe ajustar que peor nos encontramos.

Bajo la Constitución de 1961 –lo dice su preámbulo– el propósito era “conservar y acrecer el patrimonio moral e histórico de la Nación, forjado por el pueblo en sus luchas por la libertad y la justicia y por el pensamiento y la acción de los grandes servidores de la patria, cuya expresión más alta es Simón Bolívar…”. A todos podíamos rezarle. A don Andrés Bello o a Juan Germán Roscio, o al Precursor Francisco de Mirada o a todos los doctores de la Universidad de Caracas –la de Santa Rosa de Lima y del beato Tomás de Aquino– que hacían pleno en el Congreso que dicta nuestra Independencia; antes de que se los maldijese desde Cartagena de Indias, en 1812.

La vigente Constitución, en una suerte de regreso al limbo de nuestras tensiones agonales originarias o las de la guerra que culmina en Carabobo –hitos ajenos a nuestra pacífica evolución reformista como nación de diversidades mixturadas hasta 1810– privilegia el ejemplo histórico de nuestro Libertador o el sacrificio de nuestros aborígenes a quienes invoca. Apenas alude a los precursores civiles y forjadores de una patria libre, antes de disponer lo imperativo: el patrimonio moral y los valores de la república –léase bien, de la república, no de la nación– son los que predica “la doctrina de Simón Bolívar, el Libertador”. Así, el Estado es quien se ocupa y recibe el mandato, a través de los procesos educativos, de desarrollarnos como personas, a la luz de esos principios, los bolivarianos, consagrados constitucionalmente. Nuestros proyectos de vida no nos pertenecen más, desde entonces.

A partir de 2019, con la pandemia que acelera y mineraliza nuestra única idea, la de sobrevivir y de que la república nos salve, parece bastarnos encontrar habitáculo solo en esta, como república de bodegones. Pero insisto, sin nación no hay república posible, ni experiencia democrática. Vaciadas estas de contenido humano, solo sirven como vitrinas el narcisismo digital.

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Progresismo y cristianismo en América Latina, por Asdrúbal Aguiar
Mientras Oriente nos desafía con sus civilizaciones, afirmándolas con orgullo y en sus tradiciones milenarias, nosotros, transidos por un complejo adánico, nos avergonzamos del ser que somos

 

@asdrubalaguiar

Los miembros del Consejo Superior de la Democracia Cristiana para Venezuela han tenido el coraje de incorporar en su agenda el debate sobre la significación del Humanismo Cristiano para América Latina.

En el panel que integré junto con los expresidentes Andrés Pastrana y Miguel Ángel Rodríguez, de Colombia y de Costa Rica, la diputada mexicana Mariana Gómez del Campo, presidenta de la ODCA, y Henrique Salas Römer, presentamos una óptica intelectual desafiante en la hora, pues avanza a contracorriente del movimiento globalista imperante e intolerante del relativismo progresista. Este sigue promoviendo la deconstrucción de nuestros sólidos culturales y políticos, que se entrecruzan con las raíces judeocristianas que nos definen dentro de la civilización que nos amalgama, le sirve de contexto y se empeña en declinar.

Vídeo: Propuestas desde el humanismo cristiano para América Latina | Canal en Youtube de Rafael Caldera Oficial

Papa Francisco –debo entender su afirmación como un gesto proclive al diálogo interreligioso y cultural promovido desde el Vaticano y al que lo obligan las olas migratorias de nuestro tiempo– dijo, al terminarse el año 2019, que “no estamos más en la cristiandad. Hoy no somos los únicos que producen cultura, ni los primeros, ni los más escuchados”, precisa. Pero debo observar, sin querer contradecirle, que llegado el año 2000 y al celebrarse en Uzbeskistán el Congreso Internacional de la UNESCO sobre el Diálogo entre Religiones y la Cultura de Paz, el supuesto de este jamás fue plantear la renuncia a las “verdades” culturales o religiosas. Todo lo contrario.

Dado lo que observaba entonces, con pertinencia, Samuel P. Huntignton, autor de El choque de civilizaciones (1997), también emerge el Diálogo de Civilizaciones en 2001. “Las sociedades que comparten afinidades culturales cooperan entre sí” –se nuclean como las asiáticas y las musulmanas– y “las civilizaciones no occidentales reafirman por lo general el valor de sus propias culturas”, sostenía el profesor de Harvard.

No obstante, algunos progresistas occidentales –unos causahabientes del socialismo real, otros de la experiencia cubana– entienden al diálogo como la neutralización de las raíces, para insistir en que “la Iglesia católica ya no es la única referencia”, ni siquiera la cristiana. Omiten lo que el mismo Huntington recordaba: “en el mundo de la posguerra fría, las banderas son importantes, y también otros símbolos de identidad cultural, entre ellos las cruces, las medias lunas”.

Otros buscan confundir la idea de tal diálogo con pretensiones sincréticas o de relativización de la experiencia humana, como para que las religiones sean reinterpretadas, desbrozándolas de tradiciones y paternalismos inaceptables. Confunden a la religión o las culturas con costumbres o experiencias históricas, y niegan la trascendencia. Aseguran que aquellas menguan los derechos a la participación política, al pluralismo, a la diferencia.

Antes de que perdiese su impulso frente a las fuerzas disolventes que se ceban sobre Occidente, el propósito del diálogo interreligioso fue “favorecer la dinámica de la interacción de las tradiciones espirituales con sus culturas específicas, en modo de que pudiese descubrirse “un patrimonio común y de valores compartidos”. Es lo que, trágicamente, descartamos en las Américas, incluso obviando que las tres religiones monoteístas –casualmente las convergentes dentro de nuestros espacios– “remontan [sus orígenes] a dos antepasados comunes y además sus valores éticos se fundan en los Diez Mandamientos”, que son leyes universales de la decencia humana.

La cuestión de fondo y a tener en cuenta es que mientras Oriente nos desafía con sus civilizaciones, afirmándolas con orgullo y en sus tradiciones milenarias –lo hicieron recientemente Vladimir Putin y Xi-Jinping– nosotros, transidos por un complejo adánico, nos avergonzamos del ser que somos. Ocultamos nuestras raíces, negamos el mestizaje cósmico que celebrara Vasconcelos y es denominador común, derrumbamos la estatuaria colombina, retiramos nuestras cruces de las escuelas y oficinas, quemamos nuestras iglesias.

Razón le abonaba al cardenal Ratzinger, en 2005, cuando en vísperas de su elección a la Cátedra de Pedro recordaba que “los musulmanes, que con frecuencia son llamados en causa, no se sienten amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada [la nuestra] que niega sus propios fundamentos”.

La tendencia hacia la pulverización de lo social y lo cultural la explota con éxito el Foro de São Paulo, como entente utilitaria y amoral –instrumentalmente coludida con el morbo del narcotráfico y el lavado de dineros de la corrupción. Tras tres décadas de escandaloso recorrido, ahora se tamiza dentro del Grupo de Puebla, luego del covid-19. Han reformulado su narrativa. Y lo paradójico es que ahora arrastran hacia su deslave a partes del centrismo y también de las derechas, y a no pocas élites del mundo empresarial, financiero y comunicacional en Occidente. Todos a uno sirven a la agenda de la deconstrucción y la normalizan, desde la ONU-2030 pasando por Davos, y llegando hasta Pekín. Es el camino abonado para las formas de totalitarismo y control posmodernos, para la práctica desembozada del «capitalismo de vigilancia» y salvaje.

Sus ítems desmembradores de lo social y las raíces culturales, como la gobernanza digital, las discriminaciones positivas de raza y de género con sus identidades de exclusión, el culto panteísta de la Pacha Mama, la banalización de la vida humana en su comienzo y al final, la ruptura de la memoria intergeneracional, son los contenidos de un proyecto “cosificador” que prescinde de la persona, de la democracia y del Estado de derecho. Y a la vez que prostituir el sentido ético político de la libertad, “inflaciona” los derechos fundamentales hasta desfigurarlos. Los transforma en productos al detal y al arbitrio, extraños al principio de la dignidad inviolable de la persona humana.

Solo entendiéndose este «quiebre epocal» que nos acompaña a todos y sujetando a la razón pura y práctica el movimiento de fractura en las capas tectónicas de nuestras culturas, que sigue avanzando, será posible, junto a la reivindicación de los universales judeocristianos que nos han integrado secularmente, la reconstitución de nuestras bases antropológicas. Ello, si aspiramos a sobrevivir como culturas, humanamente.

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La constitución íntima de Venezuela, por Asdrúbal Aguiar
El patrimonio moral y material del país fue enterrado bajo el oprobio de una revolución que borró del mapa a nuestro siglo XX, creyendo poder reescribir nuestra historia

 

@asdrubalaguiar

El ser que somos los venezolanos, el mirarnos cada uno en el espejo de lo que nos es común, es el ancla para rehacer o reconstruir a nuestra nación. El daño antropológico sufrido entre 1989 y 2019 ha sido muy profundo, ha roto nuestra “constitución íntima” y no solo ha desmaterializado a la constitución formal y política que se nos impuso, en una hora de ceguedad colectiva, en 1999.

Ahora transitamos el camino de lo antinatural, el de la diáspora y la búsqueda de refugio en naciones ajenas.

Afirmar lo que es solo cierto como desafío o consuelo de instante, es decir, que Venezuela estará allí donde se encuentren sus hijos, no basta para recomponer la ruptura emocional y de lazos que ya sufrimos casi 8 millones de compatriotas, más los familiares y afectos que dejamos atrás, los sobrevivientes en un territorio invadido.

El arraigo en el lugar y el paso del tiempo son los que construyen esencias intergeneracionales, pisos para el sostenimiento de la identidad; todavía más en este tiempo de virtualidad e instantaneidad digital, que acelera la disolución cultural, destruye el sentido exacto de la patria – “ser libres como debe ser” decía Miguel J. Sanz – como su situación en la región que le da marco, y en el mismo Occidente que nos dona las raíces judeocristianas compartidas.

¡Y no es que el daño sufrido sea inédito! La guerra fratricida por la Independencia (1811-1823) y su réplica como huracán destructivo, durante la guerra federal (1859-1863), en sus efectos diluyentes sobre el ser nacional que decantara y se hace mestizaje “cósmico” durante las primeras tres centurias de nuestra existencia, encuentran acabada síntesis en la pluma ilustrada de Fermín Toro: Bajo la dictadura de José Tadeo Monagas, “el poder vigilaba cauteloso, sin cesar corrompía, y sin tregua procuraba la división de la sociedad, …, sin pararse en consideraciones morales”. 

De modo que, repito como en otras oportunidades: sin una Torá que nos acompañe y alrededor de la que podamos reencontrarnos los venezolanos, otro país medrará en la localidad que nos ha visto nacer. Y volver a las raíces, lo señalo con las palabras de Jorge Mario Bergoglio –hoy papa Francisco– es “tener memoria”, no para regresar al pasado sino para poseer “identidad como pueblo” y para salir del nicho de la supervivencia; para que captemos mejor al presente sin que sus vientos nos arrastren de uno a otro lado; y para curarnos, al construir otra utopía posible, de las tendencias que homogenizan o las que nos pulverizan al punto de hacernos extraños ante nosotros mismos y ante los otros, los que nos reciben en comarcas distantes.

Sobre el descampado que somos, veamos la data dura de esa realidad que decidimos maldecir desde cuando, tras el tráfico de las ilusiones, la mayoría nuestra optó por beber el veneno del adanismo, gritando ¡que se vayan todos!

En 1945 existen en Venezuela 2 universidades oficiales y en 1955 las universidades son 5 (3 oficiales y 2 privadas). En 1998, concluida la democracia que emerge en 1958, suman 200 los centros de educación superior, sin contar los núcleos de las universidades, siendo estas 33 en todo el país. Éramos una nación formada o al menos instruida.

En 1945 cruzan nuestra geografía 5016 km de carreteras. En 1955 estas alcanzan a 19.927 km, cifra que sube a 5500 km en 1958 y llega a 11.000 km en 1963, durante el primer gobierno de la república civil. La red vial nacional, para 1998 es de 95.529 km. Somos un país integrado.

En 1945 existen 80 km de acueductos y 70 km de cloacas. En 1955 llegan a 1971 km los acueductos y a 2030 km las cloacas, sirviéndose 60 poblaciones. Las letrinas, que construye la dictadura militar más allá de Caracas, suman 149.654 para la última fecha. Llegada la democracia la cifra de acueductos crece en 65 % entre 1958 y 1964. El INOS lleva su producción de agua desde 32 millones de m3 en 1958 hasta 400 millones de m3 en 1963. El agua facturada para 1997 es de 1.223.267.000 de m3 y el agua producida llega a 3.033.899.000 m3. Para 1998 los acueductos llegan a 19.142.910 personas y las cloacas a 15.220.686 personas.

No por azar, la expectativa de vida, que en 1943 es de 46,4 años, en 1955 pasa a 51,4 años y, en 1998, a 72,8 años. Junto con el agua limpia –¡agua, agua, agua! era lo pedido por el pueblo en 1958– llega la salud para todos.

El número de camas hospitalarias oficiales es de 20.100 para 1955. De los 228 hospitales 89 son privados. Los centros de salud, en poblaciones entre 5000 y 15.000 habitantes, llegan a 11 para 1955 y a 396 las medicaturas rurales. Para 1998 Venezuela cuenta con 39,6 profesionales de la salud (23,7 médicos) por cada 10.000 hab. y tiene 50.815 camas hospitalarias. Los hospitales generales se elevan a 927 (344 del sector privado) y cuenta el país con 4027 ambulatorios, de los que 3365 son rurales.

La producción de petróleo, que soporta a esa demencial y extraordinaria experiencia de modernización humana, que ya es de un 1.000.000 de barriles diario promedio para 1945, en 1955 sube a 2.155.000 b/d con 60 campos en producción. Y para 1998 los pozos de producción crecen a 695, para una producción aproximada de 3.804.000 b/d.

Desde el despido de 18.000 empleados petroleros que hace Hugo Chávez, la industria ha sido destruida y canibalizada. Es el pozo séptico del peculado nacional, cuya producción, en 2022, apenas llega a 685.583 b/d. 

Ese patrimonio moral y material fue enterrado bajo el oprobio de una revolución que borró del mapa a nuestro siglo XX, creyendo poder reescribir nuestra historia a partir de la gesta bolivariana concluida en 1823. Venezuela es patio de bodegones y circo en el que se ventilan enconos, odios, latrocinios, que desfiguran nuestro talante de nación abierta, generosa, alegre y trabajadora.

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La hemiplejia de los repúblicos, por Asdrúbal Aguiar
En Venezuela desapareció la república y sus restos, como aves de rapiña, son repartidos en una “cueva de bandidos”

 

@asdrubalaguiar

De forma críptica, desviación que de tanto en tanto traiciona a mi escritura, me he referido en mi anterior columna a dos miradas, dos cabezas que, observando a lo venezolano y latinoamericano, mal representan al dios Jano: a pesar de también ofrecer dos caras, una, la de los comienzos, otra, la de los finales.

El año 2019 cierra el ciclo de 30 años que se inaugura con la caída del Muro de Berlín, en 1989. Luego de aquél surge el aldabonazo de la guerra, prolongación del COVID-19. Por lo que bien podría argüirse que estamos en otros comienzos, luego de unos finales. Y si la imagen la trasladamos a lo nuestro, podría afirmarse que la trágica finalización del interinato de Juan Guaidó –que desnuda los enconos y miserias propios de la política vernácula, cuando se ejerce en los albañales– marca un cierre epocal.

Se abrirá otra etapa y, acaso, comenzará al ritmo que esta vez ya marca el mundo de la gobernanza global y sus temas preferentes, que no incluyen a la democracia ni al Estado de derecho o les banalizan.

De allí que quepan dos miradas solo si reparamos en la dualidad entre dictaduras y democracias, o entre la vida de la república, la que se dispensa dentro de los palacios de gobierno o en las mesas diplomáticas donde se transan los activos patrimoniales del pueblo, y el mismo pueblo, que sobrevive y se alimenta de la basura.

Jano, en efecto, era el dios de las naturalezas opuestas y se dice que abría su templo durante la guerra y lo cerraba en la paz. Mas el caso es que el tiempo que nos acompaña, cuando menos a Occidente y a raíz de las grandes revoluciones tecnológicas que emergen en plenitud desde hace 30 años –la digital y la de la inteligencia artificial– llegan con una carga desestructuradora de lo social y lo humano a cuestas. Su objeto es relativizar la experiencia del hombre, varón y mujer.

Por consiguiente, dándose a Dios por muerto –es el giro de Nietzsche– cede la diferencia entre el bien y el mal, y la moral personal y ciudadana se vuelve colcha de retazos. Y quienes dicen abogar por la libertad y el bien común la buscan y negocian, sí, en una cueva de bandidos; que así califica Ratzinger, el papa emérito recién fallecido, al Estado que decidió sobre la vida y la muerte durante la Alemania nazi en el siglo XX.

La naturaleza dual de lo humano y del mundo objetivo, con sus contrastes y oposiciones, como los universales y los particulares, ahora es condenada, junto al binarismo. ¡Y es que la gobernanza digital –inevitable e imperativa– se construye con usuarios y con datos para la formación de sus algoritmos y para el ejercicio del control hacia el que avanza, marchando hacia la escala de la inteligencia artificial! En ella cuentan los sentidos, no la razón o el discernimiento humano, que significa libertad y, en lo ciudadano, convivencia democrática. De allí el casual maridaje entre los patrones de la globalización y los causahabientes del comunismo.

Ha sido oportuna y pertinente, así, la metáfora descriptiva disparada por Lacalle Pou, actual presidente uruguayo en la CELAC. Se refiere a la hemiplejia moral de los gobiernos. Con una mano firman documentos en los que rinden culto a la democracia, y con la otra encarcelan y torturan a sus enemigos. E insisto, ya que me niego al relativismo ético como fundamento de los valores morales, que hemipléjicos no son solo los gobernantes de Cuba, de Nicaragua o de Venezuela. Es hemipléjico, igualmente el de El Salvador, con un dictador millenial a la cabeza.

Vuelvo entonces a las esencias de mi artículo anterior. Me refería al «monagato», unas de las dictaduras que padeciese la Venezuela de mediados del siglo XIX, para extraer enseñanzas útiles o para describir lo actual a la luz de esas enseñanzas del pasado. Las explica con dramatismo Fermín Toro, emblema de nuestros ilustrados civiles, escritor y fino polímata que deja huellas en el diario caraqueño El Liberal.

Decía este, justamente, que en ese período se debilitó, se fracturó “la constitución íntima de la sociedad” venezolana, como ahora. Fue la obra de un poder vicioso con cuyas “prevaricaciones buscó la impunidad en la depravación general”, como ahora. No por azar, agrega, fue posible que “advenedizos de extrañas tierras cayesen sobre la riqueza patria como aves de rapiña”, tal y como ahora ocurre. Sin remilgos, es esta la Venezuela de 2023, otro “bodegón” del Caribe que se suma al cubano.

Insisto, pues, en que, si la tarea reivindicatoria latinoamericano demanda salvarnos de la hemiplejia moral actuante, el desafío para Venezuela no es menor. Es más exigente. La razón no huelga. Nuestros líderes han de seguir bregando sin pausa y con ritmo inteligente por los valores éticos de la libertad que, si bien se expresan en la experiencia de la democracia y el Estado de derecho, han de complementar y tamizar al ecosistema global deshumanizado que domina y sus temas novedosos.

En nuestro caso desapareció la república y sus restos, como aves de rapiña, son repartidos en una “cueva de bandidos”. Pero ello es así pues las raíces de la nación fueron paulatinamente destruidas bajo el predominio de una amoral lucha por el poder durante las últimas décadas. Hoy somos una diáspora de refugiados, hacia adentro y hacia afuera. El daño antropológico ha sido profundo. Tanto que, de no ser reparadas y reconstruidas las raíces del ser que somos los venezolanos, mal podrá existir una república como la prolongación ciudadana de nuestro ethos social. Quedará la política como juego de piratas y narcisos digitales.

La reconstitución de Venezuela pasa por el renacer de la nación, a contrapelo de la virtualidad y la instantaneidad de lo digital. Y nación es «lugarización» y temporalidad, es una vuelta a la ciudad, a su cultura de arraigo e intergeneracional.

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