¿De peores hemos salido?
Venezuela ha pasado por crisis severas que ha podido manejar con éxito, pero tal vez estemos ante una mayor sobre cuyo impacto costará levantar cabeza. Miremos un poco a las más importantes del pasado, y veamos cómo la sociedad las superó, para que cada quien saque cuentas después sobre el desafío que ahora le toca y piense en la posibilidad de salir victorioso.
Estamos acostumbrados a ver en la Independencia una hazaña gloriosa, sin descubrir la tragedia que fue de veras. La sociedad de las postrimerías coloniales vivía un apogeo económico y una situación de convivencia que no parecía orientada a alternativas de hostilidad. Antes de 1810, el joven Andrés Bello pregonaba las bondades del paraíso del café y el cacao que era Venezuela, sin imaginar la catástrofe que se avecinaba. Para desdicha de las mayorías de la población, arrastradas a un conflicto que no les interesaba, el pensil se convirtió en infierno debido a las batallas contra los realistas.
Bastan menos de dos décadas para que la población disminuya como consecuencia de la sangre derramada y del hambre padecida, para que el comercio antes opulento se vuelva parodia, para que la mano de obra llegue a una escasez jamás experimentada, para que ni siquiera se encuentre una hogaza de pan en la mesa de los mantuanos que todavía subsisten. Los pardos se ven diezmados, los esclavos han muerto o se han extraviado en los montes para librarse de sus propietarios, los soldados vagan por las campiñas sin oficio ni beneficio y los alumnos no tienen escuelas, mientras las ruinas del terremoto de 1812 simbolizan el escombro que ha tocado las fibras más íntimas de la vida. Venezuela es un desierto evidente y un padecimiento sin paliativos en 1830, cuando se estrena como república autónoma. El país es un enigma trágico, asegura la Memoria del ministro de lo Interior en 1831.
Con la Guerra Federal hemos sido menos indulgentes, no la vemos con los ojos amaestrados para aplaudir las glorias inmaculadas de la Independencia, pero desconocemos la magnitud del holocausto que significó para la sociedad que apenas había disfrutado treinta años de concordia intermitente. Al estudiar lo que sucedió entonces, un sociólogo positivista habló de la existencia de “la sociedad suicida”. Fue un lustro de inclemente escabechina, efectuada en la mayoría de los rincones del mapa, para que el ensayo de civilización liberal iniciado después de la Independencia se fuera al tarro de la basura. Pero, asunto que pocas veces se ha analizado, fue el inicio del reino de unos líderes sin compasión ni letras, con más sombras que luces, tras cuyas banderas desprovistas de mensaje se levantó el incendio de un enfrentamiento por la justicia social que no pasó de manifestaciones cargadas de odio y movidas por antiguas frustraciones, prólogo de una carga que pesaría más tarde como un fardo en las espaldas del pueblo que necesitaba equidad y de los líderes que se ocuparon de manipularlo. Después de un conflicto demasiado largo, pero especialmente luego de que los triunfadores hicieran de las suyas en el Gobierno, un famoso crítico que escribía en El Federalista, semanario cercano al nuevo oficialismo, llegó a asegurar que la guerra recién terminada había sido una aberración injustificable.
Pero los venezolanos de la primera época se levantaron de las ruinas de la Independencia para edificar una comarca solvente, una república sin deudas, una sociedad sin corruptelas, una legalidad susceptible de respeto, un pensamiento y unos pensadores dignos de admiración. La sociedad de la segunda época logró controlar el apetito del caudillaje y el auge del vandalismo, para que se efectuara una nueva reconstrucción de la colectividad y de la vida. Pudo concertar un avenimiento entre los nuevos protagonistas, para que un autoritarismo flamante impusiera nuevas formas de cohabitación, códigos modernos para el desarrollo de las principales vicisitudes, instancias que produjeran respeto y acatamiento. Así, el suicidio advertido por la posteridad no pasó de ser una estrafalaria exageración. Las generaciones de cada tiempo acudieron con puntualidad a un reto provocado por la insistencia de la muerte y por el riesgo de perder sus bienes y sus intereses, hasta llegar a la proeza de volverlos motivo de éxito colectivo. ¿No pueden hacer ahora lo mismo, o algo parecido, ante la tragedia que las aflige?
Tal vez no. Los enfrentamientos fratricidas de la actualidad en nada se parecen a los mencionados, o existen de una manera que no facilita la maniobra de usarlos en una analogía razonable. Batallas como La Puerta y Santa Inés no vienen a cuento. Guerras a muerte como las antiguas no se ven en el paisaje.
La sociedad no pasa por los mismos acometimientos, o parece que no pasa, fenómeno que la ha hecho más mansa y manejable, más cómoda, oportunista y cobardona. Además, no sabe cómo lidiar con un padecimiento invitado, con unos torturadores llamados a gobernar, con una tragedia solicitada como panacea. Solo la desasistencia sanitaria se puede comparar con las carestías habitualmente padecidas por la sociedad del siglo XIX, pero no sabemos si nos puede obligar a meternos en la misma carreta de unos remotos viajeros agobiados que maduraron durante el trayecto.