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#EspañaEnAméricaSinLeyendas | Francisco de Toledo, un caballero del rey
El virrey Francisco de Toledo fue un procónsul distinguido por la puntillosa lealtad a su rey, pero también a las ideas que se tenían entonces en Europa sobre el control de las sociedades

 

@eliaspino

La obra de Francisco de Toledo, virrey del Perú entre 1569 y 1581, nos aproxima a una comprensión plausible de la dominación española en América. Su mano de hierro, pero especialmente su conciencia de ser un pilar fundamental del absolutismo, permite una explicación plausible sobre cómo se entendían la política o el servicio público en su tiempo, es decir, en torno a una comprensión separada de los prejuicios nacidos en el futuro. Un cronista fundamental que escribe en 1586, Antonio de la Calancha, afirmó en su Crónica moralizada del orden de San Agustín en el Perú, que don Francisco fue un discípulo fiel de Maquiavelo debido a que prefirió seguir los consejos de los intereses políticos que los dictados de la justicia. Calancha quiso destacar esa conducta, en lugar de criticarla, debido a que se ajustaba a las formas de gobierno exitosas desde el Renacimiento que debían mudarse a las colonias.

¿No se trataba de recrear, en las tierras encontradas, las fórmulas eficaces de las hegemonías europeas? ¿No se trataba de una mudanza de las formas de dominación que habían dado resultados en las regiones conocidas, para que hicieran lo mismo en Indias?

Criaturas de su tiempo, el monarca y sus funcionarios se ajustaban a las conductas que, suponían, les darían resultado positivo, sin otro miramiento que no fuera la suprema razón de Estado. Hoy vemos tales actitudes como una atrocidad deliberada, sin considerar que eran iguales o parecidas a las que se manejaban para el fortalecimiento de las coronas desde la declinación de la Edad Media. “Lo he querido ver todo y procurar de conquistar de nuevo este reino a Su Majestad”, escribió el virrey Toledo a Felipe II. Pero no tenía que quebrarse la cabeza en el ensayo de nuevas formas de dominar con fortaleza de acero, sino apenas acudir a las conocidas o solo modificarlas un poco si las circunstancias lo requerían. Veremos ahora algunos de sus procedimientos, sin juzgarlos desde perspectivas anacrónicas.

En 1572, ordenó la persecución y el severo castigo del último pretendiente del trono inca, Túpac Amaru. Como los alzamientos indígenas no habían cesado debido al escandaloso asesinato de Atahualpa por Pizarro, hizo decapitar al representante de la dinastía ancestral en la plaza mayor de Cuzco ante una inmensa y conmovida multitud que pedía por su vida. No solo muchos representantes de las comunidades autóctonas, sino también voceros de las órdenes religiosas y del clero secular, pidieron que lo librara de la pena capital, pero el virrey convocó con pregoneros la ejecución que ordenó para escarmiento general de los levantiscos. Como sabía que los señores indios de las mesetas, llamados kurakas, pretendían la restauración del imperio de los incas, no solo llevó a cabo una ceremonia que no podía pasar inadvertida, sino que también ordenó el encierro perpetuo y el tormento de otros probables pretendientes al trono de los antepasados. Pero, a la vez, promovió investigaciones y cátedras sobre la lengua y la cultura de la antigüedad peruana, para ver cómo lograba que las levantiscas comunidades se adaptaran paulatinamente a la real autoridad. Después de una exhibición como la que hizo cuando ordenó la decapitación de Túpac Amaru, y ya con mayor conocimiento sobre los hábitos prehispánicos, entendió que solo se podía gobernar con el apoyo de las autoridades del pasado que se convertirían en soportes de la Corona, debidamente instruidos y fiscalizados. Así lo comunicó a Felipe II, en memorial que los consejeros de Indias consideraron como un tesoro de enseñanzas de buen gobierno.

Así como se empeñó en el fortalecimiento de una nobleza autóctona que fuese soporte de la monarquía, entendió que los encomenderos podían cumplir igual papel si imitaban el rol de los señoríos españoles en su compañía de la política regia. Pero reglamentó las encomiendas para que solo unas pocas fueran a perpetuidad, o para liquidarlas cuando sus titulares exageraban en la explotación de las indiadas o en la exhibición de su riqueza. Llegó a confiscar propiedades de los encomenderos, a meterlos en jaulas frente al público o a pecharlos con multas que solo condonó cuando las Reales Audiencias lo ordenaron. En Orbe indiano, libro fundamental sobre la monarquía católica en América (México, FCE, 1991), David Brading escribe un capítulo titulado “El procónsul” para explicar el rol del virrey Francisco de Toledo. Un procónsul distinguido por la puntillosa lealtad a su rey, agregamos ahora, pero también a las ideas que se tenían entonces en Europa sobre el control de las sociedades.

Para una mejor comprensión del personaje conviene saber que era primo lejano del duque de Alba, célebre dominador de los Países Bajos. Pudo atesorar algunas de sus conductas. Por si fuera poco, como hijo del poderoso conde de Oropesa fue oficial del emperador Carlos V en las campañas de Túnez, Alemania e Italia. Trató en privado a Felipe II con asiduidad, llegó a ser mayordomo del rey y caballero de la Orden de Alcántara en la cual profesó votos de obediencia y castidad. ¿Cómo podía actuar en el Perú, conminado por un currículo de esa magnitud? Cumplió a cabalidad el cometido impuesto por su nacimiento y por su entendimiento del mundo, sin pensar ni por un segundo en las opiniones de la posteridad.