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Sebastián de la Nuez Ene 13, 2023 | Actualizado hace 2 meses
Estampas del país que hemos sido
El libro Clásicos de tres décadas venezolanas: 60, 70 y 80, de José Luis Briceño, es exactamente eso, un álbum de estampas que conforman un almanaque del país que fue y ya no será, aunque sus constantes puedan perpetuarse pues, a fin de cuentas, la idiosincrasia no se muda de país
Briceño hizo una exhaustiva investigación en donde la política, la economía, los sucesos, los medios y la farándula constituyen, como dice Rodolfo Izaguirre en su prólogo, una colcha de valiosos retazos que se convertirá en obra colectiva: cada quien revivirá aquello que le resuene tras lo que cuenta Briceño: una ciudad, un aroma, una tragedia, un amor, un asombro.

 

@sdelanuez

La gente todavía cree que José Vicente Rangel salvó a Carlos Andrés Pérez de la picota cuando lo del barco Sierra Nevada. Incluso, cree que el Sierra Nevada zarpó alguna vez de algún puerto venezolano para ser llevado lo más cerca posible de Bolivia.

La gente todavía cree que Renny era realmente un tipo genial, y lo era. Solo que aparte de eso era «inmamable», como el mismo José Luis Briceño dice, y los de RCTV no podían soportarlo más y además se estaba quedando con clientes que legítimamente pertenecían a la planta.

La gente todavía cree que José Ignacio Cabrujas abrió el camino de la telenovela cultural con la pura fuerza de su talento y no, no fue así. Vegetaba en una oficina de RCTV haciendo guiones para Las Trillizas de Oro cuando se le apareció un día el gerente Hernán Pérez Belisario para decirle que el doctor Caldera, entonces en Miraflores, deseaba un viernes cultural de ocho a nueve durante los próximos años… ¡Ah!, y una novela cultural de 9 a 10.

Pero sí es cierto que Cabrujas había intentado algo para combatir lo que él llamaba «televisión ametralladora», una historia sobre el personaje histórico Negro Primero, producto que fracasó sin estrépito. No fue sino hasta 1977 cuando Cabrujas escribe su primera telenovela cultural, La señora de Cárdenas, luego de varias adaptaciones de novelas venezolanas más o menos clásicas. Pero el pitazo de partida lo dio, en todo caso, Caldera, no él ni Pérez Belisario ni mucho menos Venevisión.

La gente todavía cree muchas cosas que deberían aclararse. Los seis millones de venezolanos que han escapado de su país puede que hayan idealizado la mal llamada Cuarta República o, mejor dicho, el periodo de democracia representativa que va de 1958 a 1998.

Hay cuentas en Instagram con miles de seguidores cuyo atractivo es mostrar golosinas, anuncios, modas y personajes asociados comúnmente a ese periodo en Venezuela. Hay ensayos que se han editado, foros que se han realizado, novelas que se han escrito que apuntan en la dirección de la nostalgia: todo tiempo pasado fue mejor, sea cual sea, en comparación con lo que ha sufrido el país bajo la maldición chavista. Y quien se encuentra fuera y se siente desterrado, tiende a la añoranza, oscila entre la rabia y la lágrima. Eso es nostalgia pura y dura.

Pero a José Luis Briceño, periodista, le tiene sin cuidado la nostalgia. Sí, puede que ese sentimiento forme parte del interés que pueda despertar su libro, pero él prefiere dejar la nostalgia aparte: «Ese era el país que éramos, el del me da la gana que luego tendría consecuencias». El «porque me da la gana» junto a la codicia de unos o la entrega de otros a una causa perdida van a formar parte, inevitablemente, del país que caminaba ciegamente hacia la catástrofe chavista. El lector, inevitablemente, teje ese hilo conductor.

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Carlos Delgado Chapellín, un hombre que, por lo demás, tuvo un correcto desempeño al frente del Consejo Nacional Electoral durante quince años, ordenó adulterar el pasaporte de María Antonieta Cámpoli para que la adolescente Miss Venezuela pudiera ser aceptada en un concurso internacional. Eso, en ese terreno farandulero; en otro menos rutilante, unos militares se abrogaban la potestad de establecer la pena de muerte ―sin juicio previo― para lanzar a grupos de guerrilleros desde las alturas de un helicóptero que sobrevolaba las cercanías del cerro El Bachiller. Dos casaos del medalaganismo en la memoria de Briceño

Briceño conecta desborde militarista y misses, telenovelas y ausencia de ética en los políticos, devaluaciones monetarias y censura copeyana y el triple asesinato de Mamera. Ratto Ciarlo, Garmendia, El inquieto anacobero o la niña Susanita que apareció ligerita de ropas en un periódico o el cierre de la Cinemateca Nacional por haber exhibido El último tango en París: toda una era y sus aristas del país que iba siendo. Todo suceso público puede obedecer a un molde o fabricar unas guías para andar camino, reaccionar, tomar decisiones a la hora de votar. Era una Venezuela próspera pero desigual, rutilante y variopinta. Briceño hace su trabajo porque le gusta y eso se nota. Es un libro divertido y llegará al corazón de la diáspora, si no lo ha hecho ya.

―Te darás cuenta ―dice Briceño― de que hay muchas historias que giran en torno a los medios de comunicación. Creo que los medios tienen mucho que ver con lo que nos ha pasado: en ese sentido, para mí era importante revisar El Caracazo, que produjo tantas explicaciones que a final de cuentas conducían a una justificación del salvajismo o el golpismo. Ahí se vio el populismo de (Rafael) Caldera, los errores de la Iglesia y del estamento político. Voces de autoridad aparecían en los medios y todas, de alguna manera, daban una explicación que terminaba justificando los hechos. Por cierto, Betancourt, Leoni y Caldera se hicieron los locos con eso de agarrar a los guerrilleros y tirarlos desde un helicóptero… ¡Coño, era delito! Eso, en una democracia, debió ser castigado. Y nadie dijo nada. 

―¿Cómo se te ocurrió hacer este libro?

―Encontré una fórmula para contar viejas historias de otra manera. Todo el mundo sabe lo del Porteñazo y lo del Carupanazo. ¿Qué hago yo? Un paralelo con el cigarrillo Lido (ver más adelante subtítulo «EXTRACTO DEL CIGARRILLO Y LOS GOLPES»).

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José Luis Briceño, caraqueño y periodista (UCV, 1980), ha trabajado en diversos medios. Es casado felizmente, tiene dos hijos que se abren camino profesional, actualmente, en Panamá. Es hijo del gran actor Rafael Briceño, muy recordado por su extraordinaria caracterización de Juan Vicente Gómez en una de las novelas históricas de RCTV. Probablemente José Luis haya aprovechado la experiencia y el testimonio de su viejo, en especial en las partes de este libro que atañen a la influencia de la radionovela cubana en Venezuela. Rafael Briceño era director de radionovelas en Rumbos. Montó varias obras junto con José Ignacio Cabrujas y, además, fue uno de los grandes amigos de Pedro León Zapata, otro de los venezolanos que hicieron parte de una generación espléndida, talentosa, de avanzada. Una pléyade a la que todavía hay que reivindicar y exaltar.

Clásicos de tres décadas venezolanas: 60, 70 y 80 ha sido editado por Alfa en Barcelona (España). Se puede conseguir vía internet en versión papel o digital. Es lamentable que no se le haya dado publicidad a un libro valioso, ameno, que acicatea la memoria de todo venezolano mayor de cierta edad y, en consecuencia, le sirve para hacer su propio balance. Es una especie de álbum con barajitas que hablan del país que venimos siendo y que ha desembocado mal, de la peor manera posible. Debe haber unas claves en ese pasado, ¿no?

Briceño dice que todo el tiempo tuvo en la cabeza agarrar al lector por las solapas y no soltarlo más nunca, hasta el final. Otro libro de esta editorial, La rebelión de los náufragos, de Mirtha Rivero, es el mejor trabajo realizado en torno a la defenestración de Carlos Andrés Pérez, uno de los personajes claves en las tres décadas que son objeto del estudio de Briceño. «Si Mirtha Rivero no saca La rebelión de los náufragos, nadie sabe lo que pasó con Pérez porque otros intentos por explicarlo no tuvieron impacto ni trascendencia», dice.

Memoria de un país, formas de contarlo y contarse para que el individuo tenga más elementos al mirarse en los espejos del alma. Ahora que acaba de fallecer la valiosísima Victoria De Stefano, estos temas vuelven. Vuelven con dolor y desasosiego. Todo es tan vívido y angustioso como la vida misma. En esto, también la literatura imita a la vida ventajosamente. 

EXTRACTO DEL CIGARRILLO Y LOS GOLPES

Las expresiones «movimiento sedicioso» y «facciosos» se vinculan con atentados y explosivos, secuestros y alzamientos que forman parte de los titulares aparecidos en los medios de comunicación. Se habla bajito y con temor a ser escuchado, como en aquel comercial de televisión de cigarrillos Lido en el que dos hombres conversan junto a un poste en una calle y de pronto aparece un intruso que los está observando, los sorprende y les pregunta «¿Cuál es la consigna?» Inmediatamente entra un jingle musical y un coro que responde: «Pido Lido. Lido pido Lido». La cámara muestra el paquete del producto y los tres hombres fuman felices. La pantalla del televisor blanco y negro, generalmente ubicado en la sala donde la familia se reúne para ver programas como La Craneoteca de los genios, El show de Víctor Saume, Ritmo y juventud o Patrulla de caminos, se llena de humo.

Había en las caras de aquellos actores del comercial de Lido un gesto que parecía abrigar la esperanza y la felicidad que les deparaba a los venezolanos el final de una época hegemónica y brutal, y el comienzo de una nueva en la que paradójicamente se les invitaba con urgencia imperativa a escoger libremente una opción, una marca, lo que les diera la gana. «Ahora ordenan ustedes», parece decir el visitante con su pregunta, sin dejar de lado el clima de expectativa, conspiración y sobresalto que vive el país, dividido entre «golpistas malos» de derechas, militares simpatizantes de Pérez Jiménez y «golpistas buenos», partidarios de una revolución a la cubana y conformados por civiles de izquierda, militares activos, simpatizantes y militantes del Partido Comunista de Venezuela (PCV) y el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR).

Una de esas insurrecciones de derechas ocurre el 26 de junio de 1961 contra el presidente Rómulo Betancourt. Se origina en el cuartel Pedro María Freites de Barcelona, estado Anzoátegui, y los alzados, antiguos jefes militares del gobierno de Pérez Jiménez, apresaron al gobernador y al secretario general de gobierno. Con la ayuda de sectores civiles y militares, un grupo de partidarios del presidente rescató el cuartel Freites y al final de la tarde los sublevados eran capturados y enviados a la capital. «El Barcelonazo» dejó un saldo de treinta muertos y cincuenta heridos. Al final de ese día Betancourt entró a su despacho en Miraflores, encendió su pipa y fumó. Ni los pensamientos ni el humo que se expandió esa noche por la habitación eran blancos.

La campaña de Lido ―aparentemente― sigue la noticia y hay espacio para todo, incluso para importunar con la pregunta a los marcianos que según rumores publicados en los periódicos llegaron en sus platillos voladores. Una parte del país fuma y conspira. La otra fuma y espera, como en la canción de Sara Montiel, los resultados de nuevos allanamientos que conduzcan a la policía a descubrir otras intentonas. Los adolescentes siguen la consigna y la mujer fuma. Acompaña al hombre en aquel spot en un apartamento donde ella canta y él maltrata un violín que perturba la tranquilidad de los habitantes del edificio. Alguien toca fuerte la puerta, pero el ruido imperante les impide escuchar el llamado. Los vecinos la derrumban y entran violentamente a la sala. Uno de ellos, el más alto y fuerte, se acerca a la pareja y hace la pregunta esperada por el público televidente. Todos fuman.

EL CARUPANAZO

Enero de 1962 comienza con una huelga de transporte general y en abril el gobierno admite la existencia de las guerrillas, coordinadas por las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), organización clandestina creada durante ese mismo año. Las direcciones del PCV y del MIR toman la decisión de derrocar a Rómulo Betancourt. Es definitiva, enfatiza Agustín Blanco Muñoz en un reportaje publicado en mayo de 1982 en El Nacional, veinte años después de los acontecimientos. La consigna, que serviría de inspiración a un movimiento golpista de izquierda integrado por «militares progresistas» y el pueblo, es «Nuevo gobierno ya».

El 13 de febrero del 62 se celebra el tercer aniversario del gobierno, con un gigantesco mitin en El Silencio. En medio de una gran tensión ocasionada por un grupo de agitadores en el lugar, Betancourt lanza más en tono de advertencia que de consigna su famosa frase: «Yo soy un presidente que ni renuncia ni lo renuncian.»

«La chispa que no incendió la pradera» es un titular que produce cierta sorna e invita al lector a adentrarse en el texto de Blanco Muñoz, parada obligatoria en la que el testimonio de Guillermo García Ponce, jefe de la lucha armada del PCV, es más audacia y cinismo que confesión o culpa. Sus palabras son claves para entender lo que fue «El Carupanazo», primer intento de «golpe de Estado bueno», producto de la alianza entre la izquierda y los militares «progresistas» de la Marina llevado a cabo el 4 de mayo de 1962.

La teoría de la chispa nace cuando muchos de los oficiales «comprometidos» con los que se reunía García Ponce pasaban a la categoría de sospechosos y eran trasladados o simplemente decidían no participar. En vista de que no estaba planteado armar un movimiento sistemático, surge una vía rápida, inspirada más en la fe que en la dialéctica, según la cual «al levantarse una guarnición, las diferentes guarniciones insurgirían en armas también. El país entero ―la pradera― ardería y la chispa habría cumplido su misión».

Los cañones de 106 milímetros dirigidos por el coronel Mendoza hicieron su trabajo. En la reseña de los acontecimientos publicada en El Nacional el 6 de mayo de 1962, se informa que bastaron cuatro disparos para que los insurrectos huyeran dejando «miles de proyectiles en sus cajas y numerosas armas».

En algún momento del día, antes de que el capitán de corbeta Molina Villegas anunciara en un mitin que la decisión de rendirse había sido tomada para evitar un derramamiento de sangre, algunos de los integrantes del Movimiento de Recuperación Democrática se detuvieron para encender un Lido. Fumaron con gran ansiedad mientras esperaban la hora de entregarse. Aspiraron fuerte y exhalaron un último deseo que no se cumplió. «No se incendió ni un milímetro de pradera».

CAYÓ LIDO

La campaña publicitaria de Lido en cierto grado refleja la incertidumbre y la violencia vivida por el país. El destino de la marca, que llega a tener 78 por ciento de participación de mercado a finales del 68, sufre inesperadamente un desenlace similar al que tuvo el movimiento guerrillero y subversivo del momento. Un rumor que asociaba su consumo con el cáncer revierte la consigna y en pocos meses Lido deja de ser «el cigarrillo más pedido». El mensaje —según el libro Rumores en Venezuela de Iván Abreu— señalaba que las hojas de tabaco utilizadas para su elaboración eran secadas con rayos ultravioleta para acelerar la salida del producto y satisfacer la incesante demanda del mercado.

El contragolpe iniciado a finales de 1969 por la Compañía Tabacalera Nacional (CATANA) para defenderse del infundio, consiste en una campaña en la que un personaje de nombre Juancho informa al público el tiempo de maduración y el proceso al que la empresa sometía el tabaco utilizado para la elaboración del producto. El cantante y compositor Simón Díaz participó en uno de los comerciales y con su prestigio trató de restarle credibilidad al rumor, logrando más bien expandirlo entre otros públicos que lo desconocían. No había nada que hacer. Cayó Lido. Paradójicamente el líder resultó víctima de un rumor maligno que se reprodujo como metástasis en un mercado que le prometía todavía muchos años de vida.

A Bigott, competidor y sospechoso habitual en estos casos, se le atribuyó el rumor. El país tendría que esperar hasta el año 92 para tener una ley como la de Pro-Competencia para regular, investigar y castigar este tipo de prácticas, muy difíciles de probar y contrarias a las normas de convivencia pacífica del capitalismo.

CATANA asimila bien el golpe y en un intento post mortem de resucitar a Lido, lanza una pieza publicitaria en la que los jóvenes Jorge Citino y Herminia Martínez bailan al ritmo de música moderna. La alusión al producto era más indirecta y no se fumaba delante de la cámara, una innovación que rompía con la regla clásica del mercadeo, que entonces exigía el uso del producto en la pantalla. De allí en adelante los mecanismos de persuasión utilizados serían menos agresivos con el consumidor.

La juventud, los deportes y los lugares abiertos como la playa, pasarían a desempeñar el papel de protagonistas en las campañas de tabaco durante las décadas de los setenta y principios de los ochenta, años en los que la paz, nunca lo suficientemente bien apreciada en Venezuela, está presente. Gracias a ella y a la democracia, cualquier persona tiene la posibilidad de ejercer libremente unos derechos que le permiten desde encender un simple cigarrillo y fumárselo con placer en el sofá de su casa y esperar, a la manera de Sara Montiel, a su esposa o amante, hasta algunos más complejos como establecer una fábrica exitosa de condones, dirigir una película que según Rómulo Betancourt glorificaba la guerrilla, o competir en las elecciones de 1998, después de que un teniente coronel como Hugo Chávez Frías intentara un fallido golpe de Estado para apoderarse de la presidencia de la república.

Astor, también de CATANA, pasa a sustituir al fallecido Lido y hereda casi todo el porcentaje de mercado que tenía su predecesor. El rojo de su empaque lo emparenta simbólicamente con los comunistas. «Los rojos ni se crean ni se destruyen, simplemente se transforman». Gran verdad del novelista español Manuel Vázquez Montalbán. Se impone el azul, más ecológico y natural, y CATANA lanza en el 74 Astor Baby Blue. A principios de esa década se discute en el Congreso de Estados Unidos la eliminación de la publicidad sobre cigarrillos, un campanazo que anuncia lo que décadas más tarde sería una cruzada antitabáquica que defiende los espacios libres de humo y acosa por contaminadores a los fumadores. A los comunistas nadie los persigue. Permanecerán por largo rato en un limbo político, invernando y despertando en cada elección, a la espera de una nueva y perversa mutación que se hará sentir con la llegada del nuevo siglo.

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