Cuentos de cuarentena | Relatos de cuando el mundo se paró VI - Runrun
Cuentos de cuarentena | Relatos de cuando el mundo se paró VI

Una ardilla que fue a visitar y fue espantada por una gata, la estocada del pulpo, trote a paso de cuarentena, un misterio y cuatro días con mí misma, son algunos de los Cuentos de Cuarentena que leerás en Runrunes, El Pitazo, Tal Cual y las rrss de El Bus TV. Todos ilustrados por Crack Estudio y Meollo Criollo.

Este es el sexto lote de relatos verídicos sobre el momento en el que el mundo se detuvo.

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Día 19

La sala de la casa, como supongo que la mayoría de las salas de todas las casas, se ha vuelto el centro de actividades de la familia. Sobre la mesa del comedor está la PC, en donde me siento generalmente a escribir y a procrastinar (más de lo segundo, lamentablemente). Al otro lado de la estancia, Marianella montó su improvisado estudio de grabación, desde el cual transmite sus lecciones gratuitas de dibujo y pintura, para una audiencia en pleno crecimiento. Hoy estábamos en eso, cuando constatamos en vivo el fenómeno de la naturaleza retomando sus espacios. O algo similar. Una ardillita se paseaba tranquilamente por el salón, curioseando. No demostraba ninguna intranquilidad; parecía estar de visita. Pero dentro de la casa vive uno de sus depredadores naturales, nuestra gata, que, a pesar de su edad y peso, sigue siendo una gran cazadora. No quería que la sala se volviera el escenario de una cruenta cacería, así que, para prevenir males mayores, la busqué y la mantuve cargada mientras la graciosa intrusa buscaba su salida. Parece que ella notó el movimiento, y actuó en consecuencia: trató de encaramarse por la puerta que permite la salida al jardín, que tiene una especie de respiradero por la parte superior, pero no halló el modo. Mientras tanto, la gata forcejeaba conmigo para que la soltara. Luego de varios intentos fallidos, la ardilla cambió de estrategia y buscó salir por una de las ventanas. Tras unos minutos angustiosos, por fin logró su cometido, y corrió, o mejor dicho saltó, hacia el espacio abierto. Cuando todo pasó, deposité a la gata en el piso; me echó una mirada de reproche, me dio la espalda, y se abalanzó hacia la misma ventana por la cual logró el escape la ardilla, pero ya era demasiado tarde. El animalito ya se había encaramado en la mata de mango de la vecina, y desapareció de nuestra vista.

Mirco Ferri.

 

La estocada del pulpo

 

 

Sabía que podía ser posible y, por eso, el día cero coordinó la búsqueda. La confianza en el resto del depósito le alentaba.

«Fondos insuficientes».

El llamado de atención hizo tambalear la fe. Las gotas de sudor comenzaron a viajar de un lado a otro de su frente. Miró alrededor y sólo vio ojos inexpresivos sobre mascarillas pulcras, presuntamente antivirales. 

Buscó respuestas y las halló. La aplicación móvil reveló la deshumanización de quienes dijeron proteger a clientes vulnerables.

El pulpo cobró el seguro médico, el impuesto por el uso de tarjetas y hasta la chequera. También se aseguró, por anticipado, del pago de la tasa mensual por el crédito emitido.

Alzó la vista del teléfono, giró hacia la puerta de salida y avanzó, empujando la carreta.

La compra estaba ahí, y con ella, los sentimientos encontrados.

Isabel Soto Mayedo.

Guatemala. 

 

Trote a paso de cuarentena

 

 

La cuarentena y la ciudad tienen sus niveles y sus desniveles. Con mis zapatos deportivos y mi ropa de correr tomo la ruta que va de la entrada del Parque del Este hacia Ciudad Banesco en Colinas de Bello Monte. Entonces mis piernas me van hablando de planos y falsos planos, de subidas y bajadas, mientras mi mirada ausculta un paisaje citadino de controles y transgresiones, distribuido entre calles y esquinas, peatones y automóviles. 

Asumo mi condición de corredor en el asfalto, ésa es mi consideración ante el otro ciudadano que va por la acera. Hay tantos tapabocas en la ciudad y tantas maneras de usarlos, cual desfile de pasarela. En la medida que corro se me antoja que los semáforos, los kioscos, los automóviles y hasta la entrada del Metro tienen tapabocas. Pero yo voy por el camino que, en mi mente, abren el cielo y el sol, por donde transita el viento.

Corro y mis pasos van acompañados del estribillo: dos metros de distancia, nada de aglomeraciones y nada de espacios cerrados.

Corro y el espacio deja de ser una dimensión para convertirse en un pensamiento.

Acá, una alcabala desvía el tráfico, pero más allá los automóviles evaden los controles, un juego de gatos y ratones. Voy pasando una fila de carros que están esperando surtirse de gasolina y a un joven que empuja su carro accidentado, mientras otro avieso chofer ve la oportunidad de adelantarse en la cola. A mi memoria vienen nuestros antepasados milenarios que corrían para cazar a sus presas.

Atrás he dejado a dos hombres maduros que, asegurando los tapabocas a sus rostros, hurgaban en una bolsa de basura.

Ya me encuentro corriendo por la avenida principal de Bello Monte, en sentido contrario a como corre el rio Guaire, ese receptor de las aguas residuales de la ciudad. Allí diviso, a la altura de los puentes, un grupo de hombres sumergidos en sus aguas hasta la cintura y con sus torsos desnudos. Tratan de pescar algo que les traiga la fortuna en esas aguas contaminadas.

De retorno al punto de partida, mis piernas me siguen hablando de planos y falsos planos, de subidas y bajadas, mientras mi memoria se ha cargado de paisajes de cuarentena. 

La cuarentena y la ciudad tienen sus niveles y sus desniveles.

Carlos Alberto Monsalve.

 

Cuatro días con Mí misma 

 

Día 3:

(Recuerden leer con voz de narrador tipo Porfirio Torres. Indispensable) 

Mañana del lunes, me cuesta comprender que no es domingo en la extraña tranquilidad de esta hora.

Preparo café, el aroma mañanero capitalino me inspira. “¿Hago arepa o sánduche?” ¡Arepa! No hay pan. Mientras el café cae despacio por el filtro del colador, decido evaluar daños: todos los vasos sucios, cotufas regadas y cajas de cereal vacías son evidencia de que mis hijos hicieron desguace toda la noche. Veo el reguero, suspiro, tomo café, me siento en el sofá a reunir fuerzas mientras leo en Twitter los mismos temas ladilla; paso a WhatsApp y mientras leo una cadena de “afinación diaria” larguísima de algún entusiasta de grupo de chat, el sueño me vence. 

La tranquilidad es demasiado abrumadora, mi brazo se desploma, el celular cae al suelo. La babeada que me eché me despertó. Mientras tocaba mi rostro húmedo un pensamiento irrumpió súbitamente: “Verga, dormí sabroso”.

De pronto, la paranoia me invade, siento que extrañas criaturas me persiguen por todas partes, el lamento incesante de esas almas en pena es abrumadoramente angustiante: “Maaaa, tengo hambre”; “Maaaa, ¿qué vamos a desayunar?”; “Maaaa,…¿otra vez areeepa???”; “¡Maaaaaa, maaaaa!!!!!”. 

Sus quejidos retumban como un eco que tortura mi mente. No debo flaquear, debo mantener la cordura.

Una vez saciado de manera momentánea el apetito voraz de las criaturas, en un intento de fortalecer mi moral, me tomo del hombro y me doy fuerzas; me digo: “Vamos, Mí misma, las hemos visto peores”. De inmediato me respondo: “¿Tú eres pendeja, Mí misma? Estamos en una pandemia. Apocalipsis. Aterriza, mijita”. Recojo mi pisoteado optimismo y continúo, aún queda un largo día por delante, son muchos los días que quedan por recorrer.

Libreto y musicalización: 

Yo misma.

Narración en sus mentes: 

Porfirio Torres. 

 

Día 5: 

8:00 am: Inicio plan de dieta

8:15 am: Cambio de planes, tenía un dulce de ciruela en la nevera y alguien tiene que comérselo. Fin de la dieta

10:00 am: Mis hijos despiertan peleando por no sé qué vaina y cada vez me parece más seductora la idea de 40 días aislada en un hospital: es un riesgo atractivo cuando estás encerrada en una casa y tu marido jode más que tus 4 hijos juntos. Mí misma aparece de inmediato interrumpiendo mi placentera fantasía y me cachetea.

Intento convencer a Mí misma de las maravillas de mi plan y las ventajas de estar todo el día en cama y con permiso de no hacer nada. Mí misma lo piensa un segundo y me cachetea de nuevo: “¿Por qué no se te ocurrió antes, cuando el Dengue o la Chikungunya? Ahorita sí podemos cruzar el Páramo”. Ella tiene razón, a veces soy lenta. 

Luego de mi autocoñaza moral, tomo una ducha y me dispongo a planchar un ropero que tengo acumulado. Miro la plancha, la plancha me ve a mí, ella me odia, yo le temo: decidimos dejarlo para más tarde, estamos en pandemia no es momento de andar complicándonos la vida.

Transcurre el día con un maratón de series en Netflix. En los primeros capítulos de El Patrón nos pareció hasta bonita la carrera del narco, capítulos después no opinábamos igual. 

Me voy a dormir. Trataré de soñar con un aislamiento en cuarentena tipo película de Hollywood en la que hay flores en la habitación, pantalla gigante y el mayordomo (que convenientemente es Thor o Aquaman) trae la comida con su esmoquin antivirus que deja ver sutilmente sus pectorales. 

Días 7 y 8 (pegaos):

(Como me siento elevada y bendecida hoy leeremos este aleccionador post con la voz de Tomás Henríquez. O sea, Dios) 

Ayer fue un día relajado, estuve en contacto con mi fe y recé por la salud de todos los contagiados en el planeta y sobre todo para que los sanos dejen de ser tan cabezas de #€*$&!! y se queden en sus casas en vez de estar faranduleando por las calles (Dios me entiende y sabe que tengo razón).

¡Listo! Olvídense de la voz de Tomas Henríquez, que voy con mi lado oscuro. Métanle la de Darth Vader.

Ahora sí, a lo que vinimos 

Hoy decidí que el sacrificable para asuntos de mandados, conflictos bélicos, apagones y pandemias es mi esposo. Bueno, lo decidí hace años pero hoy lo materialicé. Fue una votación unánime (solo mi voto) y él se resistió, usó sus mañas para zafarse del compromiso, pero no en vano llevo 15 años cuidando muchachos: lidiar a diario con dos adolescentes y dos preadolescentes ha desarrollado en mí una despiadada capacidad para devolver la pelota. 

Saqué de la manga mi arma secreta y la usé con pulso quirúrgico:  

Gordo, ¿si me enfermo te vas a quedar tú solito con los chamos?

Su rostro palideció de inmediato, vi el leve temblor en sus fríos labios, el miedo ante semejante escenario congeló sus venas. Y exclamó raudo y veloz: 

-Ya vengo, gorda, que llegó cigarro al kiosco.

Quedé perpleja con la rapidez con la que actuó, ¡sobre todo porque él no fuma! 

Mi vecina me escribió por el chat que lo que más extrañaba de la cuarentena era a la señora de servicio. Le presumí que yo tenía la mía en casa, 24 horas disponible, incondicional, que esta mañana había preparado tostadas francesas y que en este momento estaba planchando y ya había lavado; que, aunque a veces ella intentaba escaparse, sabía que este era su lugar y aquí estaría hasta el fin de sus días. Sentí la envidia en el teclear de sus palabras, jamás le revelaré que la mujer de servicio soy yo.

Por ahora los dejo, todavía me queda un ropero por planchar y voy a aprovechar el frescor de la noche porque en el día hace calor.

Ya saben, quédense en sus casas.

Isabel González.

 

Misterio

 

Nunca los jardines de las casas dieron flores más hermosas que las de hoy. Gigantescas, hay múltiples capullos por venir. Pero hoy también la vecina ha muerto de peste. Nadie pudo acudir a su entierro. Encerrados, miramos por la ventana la furgoneta que se la lleva y a sus hijas llorando en el segundo piso. Las flores no sienten tristeza, siguen hermosas e indolentes. Y nadie se indigna, la función de las flores es estar bellas. La vida sigue, el dolor humano nunca la detiene.

Andrea Leal González.