Cuentos de cuarentena | Relatos de cuando el mundo se paró VIII - Runrun
Cuentos de cuarentena | Relatos de cuando el mundo se paró VIII

Una herida en la cara, un semáforo, un morrocoy y un café dulcito son algunos de los Cuentos de Cuarentena que leerás en Runrunes, El Pitazo, Tal Cual y las rrss de El Bus TV. Todos ilustrados por Crack Estudio y Meollo Criollo.

Este es el octavo lote de relatos verídicos sobre el momento en el que el mundo se detuvo.

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Herida en la cara

Hago la cola en la farmacia con la separación reglamentaria a la que obliga este tiempo del temor. Somos una fila de personas alejadas con los rostros encubiertos. Puros ojos que observan el mundo desde un mínimo balcón de tela, igualados en la inquietud que, hasta hace poco, era apenas una certidumbre: todos vamos a morir. La pandemia no ha hecho sino acentuar esa conciencia arquetípica, dotarla de una angustia recurrente. Pero, además, le ha añadido otra aprensión, ya menos habitual, a nuestra vida: el riesgo de causar la muerte a otros. Pensarse como víctima y victimario en potencia encuentra su correlato visual en esa figura enmascarada, entre profiláctica y delictiva, que adquirimos al usar el barbijo. La mascarilla es, a un tiempo, signo de protección y advertencia: no te me acerques porque me puedo morir o te puedo matar. Un cautiverio portátil que llevamos atado al rostro como señal de que nos preocupa nuestra vida y la ajena, ambas susceptibles de hospedar al fatal inquilino. La imagen paradójica de este accesorio, donde se entretejen la enfermedad y la salud, la muerte y la salvación, queda incluso patente en la tercera acepción que la RAE le asigna a la palabra barbijo: herida en la cara. Más que una definición, un símbolo de estos días inciertos en que dar la cara resulta una temeridad de doble filo. Hoy que la libertad del cuerpo se halla aún bajo sospecha, no queda sino seguir contemplando, pacientes y recelosos, la cara herida del mundo, mientras llegue la hora de mostrar las cicatrices.

 

Luis Yslas Prado

 

El semáforo

 

Tenía como 7años. Vivíamos transitoriamente en el oeste de la ciudad de Barquisimeto, en Pueblo Nuevo. La casa arropaba a mi madre, mi padre, mi hermano Saúl y a ratos a Luis Guillermo –Memo-, mi hermano mayor.

Para trasladarnos contábamos con un Volkswagen escarabajo color amarillo (la primera vida del Fénix) comprado en Maracaibo cuando yo tenía alrededor de cuatro años de edad. Recuerdo claramente cuando el carro llego a casa: yo estaba en el segundo piso, en el cuarto que compartía con Saúl, asomado por la ventana; parecía un globo y además amarillo ¡Qué bello automóvil!

Como a todo niño, me gustaba salir en el carro. Mi papá me llevaba a la escuela Casa del arte infantil Julio T. Arze y visitábamos a los amigos, en especial a la siempre recordada familia Gouverneur Viggiani, en la calle 14 entre 19 y 20, al otro lado de la ciudad.

En ese correr de aquí para allá viví y aprendí muchas cosas. Montado en un carro capté la relación entre ciertos objetos y la mente humana. Por ejemplo, los semáforos. La relación que mi papá tuvo con esos aparatos fue muy estrecha. Decía que el carro tenía un chip que interactuaba con ellos, pero yo supe que era él: el vínculo parecía de odio, de una absoluta resistencia. Mi papá no aceptaba que una caja con luces lo parara cuando no venían otros carros o, peor aún, lo retrasara siempre que él necesitaba llegar rápido a un lugar.

Ustedes que leen lo tomarán a chiste, pero yo, que anduve allí codo a codo con mi papá, lo viví. A veces el “toma y dame” era estresante y otras me daba risa (claro me reía pa’dentro porque ustedes imaginarán). La cosa funcionaba así: veníamos por una avenida y papá decía «mira, mira, está en verde, ya vas a ver como cambia a rojo justo cuando nos toca a nosotros pasar». Era maravilloso: ¡El bicho se ponía en rojo! Y así uno tras otro, rojo siempre. Así me di cuenta de que esa relación era fuerte, casi podía sentir al semáforo riéndose de mi papá, quien intentó de todo para vencerlo. A veces trataba de hacerse el loco para que el semáforo no lo viera pero qué va….¡rojo! Golpes al volante de frustración.

La relación fue tan profunda que un día recibimos la noticia de que mi papá estaba preso. ¿Qué pasó? ¿Cuál era la razón? A esa edad no me cuadraba porque siempre había pensado que estar preso era algo que solo le pasaba a la gente mala, pero cuando supe la razón entendí: en el juego de vencer al fulano semáforo se lo comió sin percatarse de que un fiscal lo había pillado. El aparato había vuelto a vencerlo.

 

Luis A. Laya H

 

El morrocoy

 

Voy caminando hacia la cocina y veo a un morrocoy entrando a la casa por la puerta trasera. En mi cabeza se forman rápidamente dos hipótesis:

Una: viene desde la casa de mi abuela. Allá hay morrocoyes. Pero, ¿cómo si estamos a casi diez kilómetros de distancia?

Dos: si mi papá no puede verlo, me volví loca.

-¡Papá! ¿Qué es eso?, grito.

Mi papá me reclama por gritar:

-¡Me asustaste, pensé que era una culebra!

Tengo escalofríos. El morrocoy entrando a la casa me parece más grave que una culebra. Una culebra tendría sentido.

El morrocoy camina más rápido de lo normal para ser un morrocoy, cosa que es desconcertante. Llega a la cocina.

El gato lo sigue. Mi papá no sabe qué hacer.

-No lo toques, le advierto como si se tratara de una bomba.

Pero él lo agarra porque también le digo que el gato se lo va a comer. No quiero ver cómo un gato ataca a un morrocoy. Entonces, papá lo pone en el patio.

-Te dije que el gato estaba cazando algo, me dice. Sí, me lo dijo, pero creí que era una lagartija.

Veo una mancha negra en el piso de la cocina. El morrocoy se hizo. Huele horrible. Mi mamá aparece y pone una de sus manos en la cintura.

-¿Y ese morrocoy?, nos pregunta.

-No sé, me lo llevaré a casa de mi mamá, responde mi papá.

-¡Noooooo!, dramatizo yo.

Mamá nos da la espalda y corre hacia la calle. Solo en ese momento me parece que tiene sentido que sea de algún vecino, pero aun si lo fuera podrían negar que es de ellos. Yo lo negaría si fuera mío. No podría ser mío. En fin.

Mi mamá regresa:

-Es del señor Eduardo, dice. No me convence. Más atrás viene el señor.

-¿Llegó hasta acá?, nos pregunta sorprendido. Carga al morrocoy y se va.

Suman 105 días con sus noches en cuarentena.

 

Anónimo.

 

Un café dulcito

 

Me acosté deseando como nunca que amaneciera pronto. Apenas abrí los ojos salté de la cama. Solo tomaría café, pues mi hermana había llamado la tarde anterior y me dijo: “¡Mañana no cocinas, yo llevaré el desayuno!”. Eso fue música para mis oídos y me pregunté: “Empanaditas de Tila no son porque la crisis acabó con el kiosko de esa señora y, en esta cuarentena, ¿qué podrá traerme?”.

Ese algo me inquietaba porque mi hermana aclaró: “Me guardas café dulcito”. ¡Ya sé! Pescado frito con tajada o aguacate, porque siempre los acompañamos con café dulcito. Pero ya va, tampoco, porque a ella no le gusta freír pescado en su casa por el olor. Le daba vueltas al “desayuno” en mi cabeza cuando el olor a café impregnó mis sentidos. Al mismo tiempo escuché al guardián de mi casa elevarse en dos patas: había llegado alguien.

Solté la taza de café y corrí al escuchar gritos de espanto y terror. Traté de abrir la puerta pero me temblaba el pulso imaginando un ataque atroz de mi perro a mi hermana y sus dos hijos pequeños. ¡Dios mío, qué angustia! Los gritos se hacían más intensos: “¡No, no, no! ¡Suéltalo!”. Era inminente encontrar un desastre en mi jardín.

Logro abrir la puerta con el corazón y el llanto a punto y lo que encuentro hace desaparecer mi emoción por el desayuno: mi querido perro, mi Molino, mi rescatado, no estaba atacando a nadie sino a algo: la bolsa repleta de pepitonas, un manjar de dioses que nunca llegó a ser guisado para la tan anhelada comida.

Nunca olvidaré la cara de mi hermana al perder todas las pepitonas. Llorando de la risa nos sentamos a tomarnos el café dulcito que jamás acompañó a aquel desayuno.

 

Indira Lárez.