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#CrónicasDeMilitares | “Hay que matar a Salazar”
«Hay que matar a Salazar”, dice Guzmán Blanco. Pero los consejeros le recuerdan el Decreto de Garantías. Tal vez el lector de hoy sienta que se ha acercado a un episodio que no puede repetirse en Venezuela tras siglos de evolución política, pero…

 

@eliaspino

Tras el ascenso y el fin de Matías Salazar se encierran las peculiaridades de la guerra y la política en la Venezuela del siglo XIX. Seguramente insólitas para la sensibilidad de nuestros días, para las ínfulas de la actualidad, la elevación y la muerte del caudillo traducen con fidelidad los rasgos de un capítulo esencial de la sociedad de la cual provenimos, y que consideramos como testimonios de una época enterrada en el cementerio de la historia. Tal vez estén en la tumba las vicisitudes que ahora se describirán, pero vamos a sacarlas del olvido para que los lectores se animen, si no albergan dudas, a asegurar que son realmente cosas de los antepasados sin relación con los desafíos que los conminan. 

Matías Salazar es un campesino pobre de Cojedes que llega al estrellato aprovechándose de las guerras civiles. Y de su valentía, desde luego, que es asunto importante en las escabechinas de entonces. Sabe leer y escribir, y hasta llega a ser amanuense de un abogado de Valencia, pero prefiere ganarse la vida en un menester que le ofrezca más dinero. Se mete a torero y no le va mal. Con el mote de “Matiítas” se convierte en figura de las ferias pueblerinas y lo quieren incluir en carteles aldeanos de Colombia.

Pero, debido a los movimientos bélicos que lo rodean en su región, prefiere probar suerte como soldado a partir de 1856.

Va de teniente en la Revolución de Marzo contra José Tadeo Monagas y asciende sin cesar debido a su pericia en el manejo de montoneras y a episodios de coraje comentados en los campamentos. Ya es coronel en 1862, cuando pelea bajo las órdenes de Falcón. En 1870, bajo las órdenes de Antonio Guzmán Blanco, destaca en la toma de Caracas cuando su jefe llega al poder y comienza una larga gestión presidencial. Aunque lo trata con desdén, lo nombra como segundo jefe del ejército y como segundo designado del Ejecutivo. Ya está en la cúspide, aunque quizá quiera subir más.

Sus modales no congenian con la sensibilidad del nuevo jefe, quien prefiere las cortesías de la buena sociedad y las charlas sobre “temas civilizatorios”. Está en la cumbre de la milicia, pero no es presencia habitual en las recepciones caraqueñas. No pocas veces es un convidado a la fuerza, pese a que un famoso intelectual de la época, Felipe Larrazábal, trata de meterlo en los libros y en la oratoria de moda. Pero Salazar tampoco está a gusto en los círculos guzmancistas: llega a decir, a quien lo quiera oír, que “ese Antoñito” y los aristócratas que lo rodean deben ser desplazados de un poder que no merecen. Hay reticencias recíprocas en el ambiente, superadas de momento por el prestigio castrense del caudillo y porque todavía continúa la guerra contra los conservadores.

No obstante, pesa en el ambiente el recuerdo de un oscuro episodio que produce comentarios soterrados. En 1861, con una pandilla de forajidos que se llenan el cuerpo de carbón para no ser reconocidos, en un paraje cercano a Tinaquillo, Matías Salazar asalta y asesina a un comerciante español para robarlo. Lo llaman entonces “El Encarbonado” y lo encierran en la cárcel por su delito, pero el general Falcón lo perdona. Ordena su retorno al ejército y en breve lo envía las insignias del generalato.

En 1870, cuando comienza la “Revolución de Abril”, se le encargan misiones que cumple cabalmente y logra triunfos de importancia, pero de pronto no solo comienza a desobedecer las órdenes de su superior, sino también a abandonar los cuarteles en los que debe permanecer y a ejecutar movimientos de tropas de acuerdo con su capricho, como si no formara parte de un designio común.

Ante tal situación, y consciente de la dificultad que podía significar un enfrentamiento armado con un caudillo valiente y capaz de encontrar seguidores decididos, Guzmán prefiere comprarlo. Le obsequia 20.000 pesos para que abandone el país sin alharacas, y entrega otros 10.000 a Felipe Larrazábal, su mentor y escribidor, para que lo acompañe y le aconseje cordura en el extranjero. Pésimo negocio para “Antoñito”, porque el caudillo y su plumario gastan el soborno en armas para regresar a hacerle la guerra.

“Hay que matar a Salazar”, dice entonces el frustrado sobornador en los círculos de su intimidad. Los consejeros sugieren que es camino torcido, debido a que el Decreto de Garantías expedido por Falcón en 1863 y considerado como un monumento de la Federación, ordenaba la protección de la vida de los ciudadanos, sin importar la estatura del delito que hubieran cometido. Por consiguiente, no queda otro remedio que la guerra contra el antiguo aliado.

En Caracas se recuerda en la prensa el crimen de “El Encarbonado” mientras se prepara un importante ejército para enfrentarlo, pero Salazar apenas logra apoyos cuando invade. Lo capturan sin mayor esfuerzo cuando trata de escabullirse en sus correderos de Tinaquillo, en abril de 1872, para someterlo a un consejo de guerra. Como no quiere desistir del plan de quitarle la vida, Guzmán reúne a figuras célebres por sus logros en las campañas militares, para que hagan el trabajo como si se tratara de una iniciativa espontánea. El 15 de mayo junta un cónclave formado por lo más granado y temido de la oficialidad liberal que está a mano, antiguos compañeros de armas del acusado: los generales Venancio Pulgar, Juan Bautista García, Francisco Linares Alcántara, Julián Castro, Pedro Bermúdez Cousin, Escolástico Naranjo, Fermín Montagne, Jorge Flínter, Narciso Rangel, Jesús María Lugo, Gabino Izaguirre y José María Aurrecoechea.

Partiendo de un argumento redactado por el propio Guzmán, lo condenan a muerte con degradación “por el delito de alta traición contra el Ejército y la Causa Liberal”. Como se observa, la sentencia no alude a las leyes de la república debido a que solo se detiene en asuntos parciales que no pueden conducir al paredón sin una violación flagrante de la legalidad, como los intereses de los hombres de armas y de una bandería política. Sin embargo, el 17 de mayo de 1872 y con las formalidades del caso, frente a tropas alineadas, Matías Salazar es abatido por las balas de Guzmán.

Después del fusilamiento, circulan unas coplas que se hacen populares:

En el campo de Taguanes

hay una cruz

que arroja fúnebre luz.

¿Sin duda acusa los manes de Matías?

No, que en ella escribió un sable:

¡Aquí yace el memorable

Decreto de Garantías!

Tal vez el lector de hoy sienta que se ha acercado a un episodio que no puede repetirse en Venezuela después de más de dos siglos de evolución política, pero puede ceder a la tentación de pensarlo mejor.