La nación crucificada
La nación venezolana, incluso inacabada, es superior a quienes dicen amarla o dicen acogerla y la separan. Es la crucificada en esta Semana Santa
Rafael Cadenas, uno de nuestros intelectuales de lauros infinitos, enseña cuando afirma que “crear ídolos es propio de las dictaduras, no de las democracias”.
Podría decirse, siguiendo el hilo, que la sociedad nuestra –salvo el testimonio distinto y casi vicario de solo algunos de nuestros líderes civiles y militares, durante el curso de los últimos 200 años– no ha dejado de ir al encuentro del gendarme y su mesianismo. Es una suerte de fatalidad que se ha hecho agonal en un pueblo que, como el nuestro, el venezolano, es incapaz de mirarse a sí mismo y auscultar su ser, y que como Diógenes de Sinope camina a diario con una lámpara en mano en búsqueda de redentores.
Pero es que también estos, antes que desnudar a nuestro pueblo y mostrarle corajudamente que es llegada la hora de su madurez: ¡el pueblo sí se equivoca!, son tributarios del credo bolivariano y de su fatal encarnación en el «cesarismo democrático»: “Nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos”, reza el Manifiesto de Cartagena de 1812.
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La nación venezolana, incluso inacabada, es superior a quienes dicen amarla o dicen acogerla y…
Cuestionaba Bolívar a los estadistas venezolanos de 1810 y 1811, por decir estos, a quienes titula de antipolíticos, que “las repúblicas no han menester de hombres pagados para mantener su libertad”. De allí que tras el telón que hoy muestra la palabra libertad o también revolución, se oculte la verdad de nuestra disolución republicana –la de la nación es otra cosa– al apenas contar esta con hombres promesa, líderes prometeicos, aspirantes al mando: –“No hay uno que quiera servir, pues todos a uno reclaman de su derecho a ser presidente”, le escucho decir a un observador extranjero.
Ello, acaso, podría solventarse si alguno de estos rompiese con el maleficio que nos ha condenado –lo señala el filósofo Ernesto Mayz Vallenilla en 1955– a ser una nación inacabada, de presente sin pasado ni porvenir, de un ser que no acaba de ser y busca serlo. Al respecto nos previene el pionero de nuestros emigrantes, el emblema de los refugiados, don Andrés Bello.
Entre el mito de El Dorado: “la causa de todos los males” dice este y hoy nutriente de los populismos y traiciones de toda laya, y el vengador de injusticias que llega para hacerle guerra a muerte a los culpables del “malogramiento de las minas” –las expresiones en comillas son del maestro– ningún espacio le quedan en Venezuela a las “ocupaciones más sólidas, más útiles, y más benéficas”. De estas nos ocupamos hasta llegado el momento de la emancipación, y mientras construían nuestra Primera República los padres fundadores de levita, los civiles.
Lo útil y benéfico, para el autor señalado de nuestro Calendario manual y guía universal de forasteros en Venezuela (Caracas, Imprenta de Gallager, 1810), cuyo título de suyo golpea a quienes hemos sido desgajados de la nación –7.000.000 de almas forasteras– para volvernos “refugiados” en patrias ajenas es, exactamente, “nuestra regeneración civil”. Volver a alcanzar el sentido prístino de lo que es y ha de ser la patria nuestra, que no es la de las armas ni la de los símbolos republicanos.
La diáspora venezolana, archipiélago doliente
La nación venezolana, incluso inacabada, es superior a quienes dicen amarla o dicen acogerla y…
La nación, hija del afecto, amamantada desde las localidades varias formantes de nuestra geografía humana, que alcanza tesitura y hace raíces al calor del espacio y con el transcurso del tiempo, y que a la vez cuida del afecto nutricio de nuestros mayores para dejárnoslo como legado a quienes les sucedemos, es, en propiedad, el ancla de la voluntad colectiva. Ha desaparecido.
No por azar Miguel J. Sanz, al tiempo que escribe don Andrés, desde el Semanario de Caracas recuerda que “quien pretende reinar sin esa circunstancia”, sin la nación y su voluntad, al cabo reina “sin la voluntad de Dios, y no puede decir que reina por él, ni obligar a ninguno que le honre, y obedezca”. Patria, en fin, existe allí donde el pueblo “es libre como debe serlo”. Está allí donde se expresan sus virtudes, no sus enconos ni los egoísmos de sus élites.
En Venezuela no existe, por consiguiente, república, por ausencia de nación. Aquélla es un rompecabezas de poderes, que a lo más se le conoce por su obra disolvente de actualidad, la del «narcisismo digital» de políticos coludidos con los marqueses de Casa León.
Se profundiza la fractura de la nación y la profundizan los odios una vez ocurrida la diáspora; porque el odio es “un afecto que conduce a la aniquilación de los valores”. Lo dice Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote (1914). “Los de afuera que no nos vengan a dar lecciones a los adentro”, ha poco dice una de sus cultoras. Olvida que los de afuera y los adentro son dolientes recíprocos de la igual violencia que los hace víctimas, separa las familias, aleja amistades, y hasta impide que juntos entierren a sus afectos.
Escribo esto en Miércoles Santo y leo las Escrituras Sagradas por ser aleccionadoras de creyentes y expresión de cultura para los profanos. Son de utilidad para los políticos de oficio, pues afirma Isaías (50,4-9a) que “el señor Dios me ha dado una lengua de discípulo, para [sirviendo sin servirme] saber decir al abatido una palabra de aliento”. A lo que el salmista agrega, revelando el sufrimiento del desterrado: “He venido a ser extraño para mis hermanos, y extranjero para los hijos de mi madre” (69,9).
Mal exagero, en fin, si expreso que la nación venezolana, incluso inacabada, es superior a quienes dicen amarla o dicen acogerla y la separan. Es la crucificada en esta Semana Santa. Puede decir con el Nazareno de San Pablo, sin que el alma se le corroa, y alimentada por la fe en la esperanza del renacimiento que “en verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar” (Juan, 13:21).
Los sumos sacerdotes se avinieron con el Iscariote ante su pregunta: “Qué me queréis dar si os lo entrego” (Mateo, 26:15).
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