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No aplaudamos la “justicia trending topic”

Por lo visto, para el chavismo, aprovecharse de la cultura de la cancelación sí paga. No sé si los aplaudidores de este uso de la “Ley Contra el Odio” se dan cuenta del peligro que están estimulando

 

@AAAD25

Desde que alcancé suficiente edad como para hacer juicios políticos, nunca he esperado nada de la elite chavista en términos de interés genuino en el bienestar colectivo de Venezuela. Mi epistemología es principalmente empírica y, si algo ha mostrado la experiencia, es que este gobierno tiene una capacidad asombrosa para sacrificar la calidad de vida del ciudadano común para que solo unos pocos se beneficien. Este pesimismo inherente me ha ahorrado bastantes quebrantos de cabeza. Lo que sí me alarma y decepciona es ver a ciudadanos que no son parte de dicha elite avalando y hasta aplaudiendo las barbaridades que ella comete.

Es cierto que por casi una década las oportunidades para semejante trago amargo han sido relativamente pocas, habida cuenta de la caída abismal en la calidad de vida de la población, atribuida con acierto al gobierno. Pero poco no es cero. Cada cierto tiempo ocurre. Es sobre todo frustrante cuando los entusiasmados no pertenecen al reducto de seguidores genuinos de Nicolás Maduro y compañía. Me acaba de pasar con respecto al arresto y destitución del alcalde del municipio Simón Rodríguez del estado Anzoátegui, el señor Ernesto Paraqueima. No porque sienta simpatía hacia él, ya que mis impresiones y sentimientos personales sobre el susodicho son irrelevantes. Porque la justicia ha de ser impersonal. Y de justicia se trata esto. Lo que el episodio del ahora exmandatario de El Tigre (capital del referido municipio) nos muestra es un gravísimo y desconcertante desconocimiento de la justicia.

Nos vemos entonces obligados a partir desde los cimientos semánticos. ¿Qué entendemos por justicia? Tal vez la mejor definición, a la que he aludido previamente en esta columna, la brindó Platón hace más de 2300 años. La justicia, dice el fundador de la Academia, es dar a cada quien lo que merece. Parece de Perogrullo, pero su sencillez queda en entredicho si tantas personas lo ignoran, como veremos a continuación. Ahora bien, el merecimiento es un concepto esencialmente variable. Por lo tanto, para hacer justicia es necesario pensar en grados. Dependiendo de la gravedad de los hechos, hay diferentes sanciones. Un carterista no merece el mismo castigo que un asesino.

Parece que en distintas latitudes hay un déficit severo de pensamiento en grados. Millones de personas exigen castigos draconianos, totalmente desproporcionados para faltas relativamente menores. Esto no solo incluye acciones que producen algún daño material ilegítimo, sino también expresiones verbales. La palabra insensatamente ofensiva es uno de los objetos más recurrentes de la ira colectiva y del clamor vengativo. Las redes sociales, que pueden ser versiones digitales de un ágora, pero también de una turba, son el vehículo más común para estas manifestaciones de la llamada “cultura de la cancelación” o, más coloquialmente, las “funas”. La historia siempre es la misma: un comentario convencionalmente repulsivo se hace viral, miles de personas lo repudian y exigen una pena severísima para el emisor. Además, es un proceso cíclico, pues rápidamente los usuarios escandalizados se olvidan de lo que los molestó y dan paso a un furor nuevo, como parte de la adicción “lúdica” a la renovación de contenidos digitales que señala el filósofo Byung-Chul Han. Quizá es por esta rapidez que demandan sanciones exageradas, puesto que se dejan llevar por las emociones del momento, sin reflexionar al respecto con cabeza fría, y al poco tiempo relegan el caso al olvido.

Como sea, vemos por ejemplo en Estados Unidos que personas pierden premios, honores y hasta empleos por el descubrimiento de alguna expresión hiriente. No importa que lo hayan dicho en una etapa inmadura de su vida, ni que después admitan el error y pidan disculpas. Ya esto es grave, pero es la sociedad la que espontáneamente impone el castigo, en un claro ejemplo del poder “disciplinante” descentralizado, tal como lo entendió Foucault. ¿Qué pasa cuando el Estado interviene, a partir de leyes que hacen del discurso ofensivo algo codificadamente punible? Pues entonces, la sanción moral se convierte en sanción legal. Estamos ya en un terreno más peligroso, ya que el habla, aunque sea moralmente repudiable, no debería ser criminalizada, a menos que se trate de un llamado inequívoco a cometer acciones ilegales (como apunta el llamado “Brandenburg Test” derivado de un fallo trascendental de la Corte Suprema de Estados Unidos). De lo contrario, el margen para la arbitrariedad es enorme.

Añadamos ahora que el Estado en cuestión aplica su legislación de forma sistemáticamente arbitraria, de acuerdo con los caprichos de la elite gobernante. Pues eso es lo que ocurre en Venezuela. La falta de Estado de derecho es un problema de muy vieja data, pero que se agravó un poco más con la entrada en vigencia de la llamada “Ley Contra el Odio”. Concebida en principio para criminalizar cualquier discurso que moleste a la jerarquía chavista (incluyendo la crítica a altos funcionarios), sus autores luego le encontraron otro uso. Básicamente, explotan las pasiones detrás de la cultura de la cancelación para ganar puntos de popularidad haciendo realidad los deseos de venganza del público enardecido. Entonces, cualquier expresión que se haga viral y atraiga una ola condenatoria en redes sociales puede hacer que el emisor del mensaje termine preso.

Le acaba de pasar eso mismo a Paraqueima. Debido a un comentario estúpido y detestable perdió su cargo por orden del poder público nacional y ahora está detenido hasta quién sabe cuánto tiempo. Algo que como mucho hubiera ameritado, aparte de la comprensible “funa” en Twitter, protestas exigiendo su renuncia, como ocurre en países democráticos. Volviendo al párrafo inicial de este artículo, no me sorprende para nada que el chavismo proceda de esa forma. Lo que me horroriza y aterra es ver a tanta gente, incluyendo no solamente a partidarios empedernidos del oficialismo, aprobando semejante agravio a la justicia. Recordemos: dar a cada quien lo que se merece. No hay forma razonable de sostener que lo que Paraqueima dijo amerita sanciones de ese nivel. El confinamiento a su residencia en vez de una cárcel aminora la arbitrariedad, pero no la elimina.

Así que, por lo visto, para el chavismo, aprovecharse de la cultura de la cancelación sí paga. No sé si los aplaudidores de este uso de la “Ley Contra el Odio” se dan cuenta del peligro que están estimulando. Sin llegar necesariamente al nivel de imbecilidad de Paraqueima, ¿quién puede asegurar que nunca se ha expresado de forma idiotamente ofensiva? ¿Quién puede garantizar que nunca lo hará, ni siquiera motivado por una serie de circunstancias personales desafortunadas que lo hagan mucho más bilioso de lo normal? Como humanos, somos imperfectos. Más de una vez actuamos de una manera de la que luego nos arrepentimos y por la que nuestros allegados o la opinión pública nos reprende con dureza. Pues ahora, esos malos pasos pueden acarrear algo mucho más grave que una reprensión moral, si se vuelven trending topic y la elite gobernante considera que un castigo fuera de proporción le va a generar muchos likes.

Sin Estado de derecho, todos somos vulnerables. Hay gente que está alentando un nuevo escenario para esa vulnerabilidad.

Heme aquí, dedicando mi columna semanal a cuestionar lo que le hicieron a Paraqueima, un sujeto que no pudiera desagradarme más. Yo no me enteré de quién es por las palabras que sellaron su destino. Como otros observadores de la política nacional, estuve desde el principio al tanto de sus intentos zafios de llamar la atención, entre otras cosas grabándose con ropa interior femenina en la cara. Eso por no decir que es parte de una oposición de mentira que integra la simulación chavista de democracia en Venezuela. Pero, como ya dije, nada de aquello importa, porque la justicia es impersonal. Por eso mismo se la encargamos al Estado y no a los agraviados por acciones nefastas, lo cual deja de tener sentido cuando el Estado no está al servicio del público. Ténganlo en cuenta la próxima vez que un conciudadano diga algo que los ofenda.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

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Por lo visto, para el chavismo, aprovecharse de la cultura de la cancelación sí paga. No sé si los aplaudidores de este uso de la “Ley Contra el Odio” se dan cuenta del peligro que están estimulando

 

@AAAD25

Desde que alcancé suficiente edad como para hacer juicios políticos, nunca he esperado nada de la elite chavista en términos de interés genuino en el bienestar colectivo de Venezuela. Mi epistemología es principalmente empírica y, si algo ha mostrado la experiencia, es que este gobierno tiene una capacidad asombrosa para sacrificar la calidad de vida del ciudadano común para que solo unos pocos se beneficien. Este pesimismo inherente me ha ahorrado bastantes quebrantos de cabeza. Lo que sí me alarma y decepciona es ver a ciudadanos que no son parte de dicha elite avalando y hasta aplaudiendo las barbaridades que ella comete.

Es cierto que por casi una década las oportunidades para semejante trago amargo han sido relativamente pocas, habida cuenta de la caída abismal en la calidad de vida de la población, atribuida con acierto al gobierno. Pero poco no es cero. Cada cierto tiempo ocurre. Es sobre todo frustrante cuando los entusiasmados no pertenecen al reducto de seguidores genuinos de Nicolás Maduro y compañía. Me acaba de pasar con respecto al arresto y destitución del alcalde del municipio Simón Rodríguez del estado Anzoátegui, el señor Ernesto Paraqueima. No porque sienta simpatía hacia él, ya que mis impresiones y sentimientos personales sobre el susodicho son irrelevantes. Porque la justicia ha de ser impersonal. Y de justicia se trata esto. Lo que el episodio del ahora exmandatario de El Tigre (capital del referido municipio) nos muestra es un gravísimo y desconcertante desconocimiento de la justicia.

Nos vemos entonces obligados a partir desde los cimientos semánticos. ¿Qué entendemos por justicia? Tal vez la mejor definición, a la que he aludido previamente en esta columna, la brindó Platón hace más de 2300 años. La justicia, dice el fundador de la Academia, es dar a cada quien lo que merece. Parece de Perogrullo, pero su sencillez queda en entredicho si tantas personas lo ignoran, como veremos a continuación. Ahora bien, el merecimiento es un concepto esencialmente variable. Por lo tanto, para hacer justicia es necesario pensar en grados. Dependiendo de la gravedad de los hechos, hay diferentes sanciones. Un carterista no merece el mismo castigo que un asesino.

Parece que en distintas latitudes hay un déficit severo de pensamiento en grados. Millones de personas exigen castigos draconianos, totalmente desproporcionados para faltas relativamente menores. Esto no solo incluye acciones que producen algún daño material ilegítimo, sino también expresiones verbales. La palabra insensatamente ofensiva es uno de los objetos más recurrentes de la ira colectiva y del clamor vengativo. Las redes sociales, que pueden ser versiones digitales de un ágora, pero también de una turba, son el vehículo más común para estas manifestaciones de la llamada “cultura de la cancelación” o, más coloquialmente, las “funas”. La historia siempre es la misma: un comentario convencionalmente repulsivo se hace viral, miles de personas lo repudian y exigen una pena severísima para el emisor. Además, es un proceso cíclico, pues rápidamente los usuarios escandalizados se olvidan de lo que los molestó y dan paso a un furor nuevo, como parte de la adicción “lúdica” a la renovación de contenidos digitales que señala el filósofo Byung-Chul Han. Quizá es por esta rapidez que demandan sanciones exageradas, puesto que se dejan llevar por las emociones del momento, sin reflexionar al respecto con cabeza fría, y al poco tiempo relegan el caso al olvido.

Como sea, vemos por ejemplo en Estados Unidos que personas pierden premios, honores y hasta empleos por el descubrimiento de alguna expresión hiriente. No importa que lo hayan dicho en una etapa inmadura de su vida, ni que después admitan el error y pidan disculpas. Ya esto es grave, pero es la sociedad la que espontáneamente impone el castigo, en un claro ejemplo del poder “disciplinante” descentralizado, tal como lo entendió Foucault. ¿Qué pasa cuando el Estado interviene, a partir de leyes que hacen del discurso ofensivo algo codificadamente punible? Pues entonces, la sanción moral se convierte en sanción legal. Estamos ya en un terreno más peligroso, ya que el habla, aunque sea moralmente repudiable, no debería ser criminalizada, a menos que se trate de un llamado inequívoco a cometer acciones ilegales (como apunta el llamado “Brandenburg Test” derivado de un fallo trascendental de la Corte Suprema de Estados Unidos). De lo contrario, el margen para la arbitrariedad es enorme.

Añadamos ahora que el Estado en cuestión aplica su legislación de forma sistemáticamente arbitraria, de acuerdo con los caprichos de la elite gobernante. Pues eso es lo que ocurre en Venezuela. La falta de Estado de derecho es un problema de muy vieja data, pero que se agravó un poco más con la entrada en vigencia de la llamada “Ley Contra el Odio”. Concebida en principio para criminalizar cualquier discurso que moleste a la jerarquía chavista (incluyendo la crítica a altos funcionarios), sus autores luego le encontraron otro uso. Básicamente, explotan las pasiones detrás de la cultura de la cancelación para ganar puntos de popularidad haciendo realidad los deseos de venganza del público enardecido. Entonces, cualquier expresión que se haga viral y atraiga una ola condenatoria en redes sociales puede hacer que el emisor del mensaje termine preso.

Le acaba de pasar eso mismo a Paraqueima. Debido a un comentario estúpido y detestable perdió su cargo por orden del poder público nacional y ahora está detenido hasta quién sabe cuánto tiempo. Algo que como mucho hubiera ameritado, aparte de la comprensible “funa” en Twitter, protestas exigiendo su renuncia, como ocurre en países democráticos. Volviendo al párrafo inicial de este artículo, no me sorprende para nada que el chavismo proceda de esa forma. Lo que me horroriza y aterra es ver a tanta gente, incluyendo no solamente a partidarios empedernidos del oficialismo, aprobando semejante agravio a la justicia. Recordemos: dar a cada quien lo que se merece. No hay forma razonable de sostener que lo que Paraqueima dijo amerita sanciones de ese nivel. El confinamiento a su residencia en vez de una cárcel aminora la arbitrariedad, pero no la elimina.

Así que, por lo visto, para el chavismo, aprovecharse de la cultura de la cancelación sí paga. No sé si los aplaudidores de este uso de la “Ley Contra el Odio” se dan cuenta del peligro que están estimulando. Sin llegar necesariamente al nivel de imbecilidad de Paraqueima, ¿quién puede asegurar que nunca se ha expresado de forma idiotamente ofensiva? ¿Quién puede garantizar que nunca lo hará, ni siquiera motivado por una serie de circunstancias personales desafortunadas que lo hagan mucho más bilioso de lo normal? Como humanos, somos imperfectos. Más de una vez actuamos de una manera de la que luego nos arrepentimos y por la que nuestros allegados o la opinión pública nos reprende con dureza. Pues ahora, esos malos pasos pueden acarrear algo mucho más grave que una reprensión moral, si se vuelven trending topic y la elite gobernante considera que un castigo fuera de proporción le va a generar muchos likes.

Sin Estado de derecho, todos somos vulnerables. Hay gente que está alentando un nuevo escenario para esa vulnerabilidad.

Heme aquí, dedicando mi columna semanal a cuestionar lo que le hicieron a Paraqueima, un sujeto que no pudiera desagradarme más. Yo no me enteré de quién es por las palabras que sellaron su destino. Como otros observadores de la política nacional, estuve desde el principio al tanto de sus intentos zafios de llamar la atención, entre otras cosas grabándose con ropa interior femenina en la cara. Eso por no decir que es parte de una oposición de mentira que integra la simulación chavista de democracia en Venezuela. Pero, como ya dije, nada de aquello importa, porque la justicia es impersonal. Por eso mismo se la encargamos al Estado y no a los agraviados por acciones nefastas, lo cual deja de tener sentido cuando el Estado no está al servicio del público. Ténganlo en cuenta la próxima vez que un conciudadano diga algo que los ofenda.

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