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#HistoriaDeMédicos | Enfermedad y pecado, según un franciscano de Caracas

Foto: La mano de Dios, instalación del artista Lorenzo Quinn, en Inglaterra.

@eliaspino

Cuando comienza el siglo XIX, un erudito fraile de Caracas, Juan Antonio Navarrete, escribe la primera enciclopedia que se hace en el contorno. Se titula Arca de letras y teatro universal, un volumen que permanece en su celda y solo se ha podido leer en nuestros días. Hoy viene a cuento por las ideas que trasmite sobre la salud y sobre la manera de preservarla, interesantes en la actualidad de pandemias y decesos masivos. Puede parecer una curiosidad, si llegamos a la peregrina conclusión de que en el siglo XXI solo interesa la ciencia para evitar los padecimientos del cuerpo, pero tal vez no deje de comunicar planteamientos capaces de tener clientela.

Maestro de Teología en institutos monásticos de Puerto Rico, celebrado orador del convento caraqueño de San Francisco, simpatizante de la Independencia en 1811, emisario de Bolívar ante los realistas, Navarrete representa una corriente que el filósofo José Gaos denomina eclecticismo americano; una manera de acercarse el cristianismo a la ciencia moderna en las colonias españolas cuando la influencia de la Ilustración reta a sus representantes.

Dentro de la corriente, Venezuela produce el predicamento de fray Juan Antonio, cuyas ideas sobre la salud y la enfermedad se esbozarán de seguidas.

Interesado por la evolución de la medicina, incluye en su Arca de letras los nombres de sus principales representantes: Galeno, Paulo Zaquías, Tissot, Madame Fouquet, Gazolifacio y Núñez de Castro, para cuyo mayor conocimiento remite al Tratado de Medicina del célebre Barbadiño. Incluye también el repertorio completo de los cirujanos de la Corte, entre ellos don Antonio de Oliver, facultativo de la reina. Se detiene en menciones sobre la teoría de los humores –sangre cólera, melancolía, y pituita– y escribe sobre la importancia de la profilaxis. Por lo tanto, reconoce la existencia de la medicina como una disciplina con técnicas, métodos y regulaciones. No es un improvisado, sino un conocedor según podía serlo un religioso acucioso de su tiempo.

Pero ese ecléctico tropical no se arroja con entusiasmo en el regazo de los avances modernos. Prefiere sujetarse a alternativas de curación que ya en su época provocaban rechazo, o fundada desconfianza. Por ejemplo, busca el bienestar de la feligresía en unos objetos llamados Brevetines, debidamente bendecidos por los sacerdotes, en una plegaria especial del Agnus Dei contra la peste y en la Cédula de Santo Domingo contra las calenturas. ¿Por qué se aferra a semejante tipo de terapéuticas? La explicación se encuentra en su interpretación del juramento de los médicos en la ceremonia de su grado.

Escribe al respecto Navarrete:

Este juramento es en cumplimiento a lo establecido por la Iglesia en el cap. Cum infirmitas corporalis (…) en donde se manda a los médicos amonestar primero a los enfermos primero de la salud espiritual del alma, antes de entrar a las medicinas corporales, por provenir regularmente las enfermedades del cuerpo de las enfermedades del alma, como lo dice la letra del mismo Capítulo. Y si con rigor lo examinamos, toda enfermedad del cuerpo proviene necesariamente de la enfermedad espiritual del alma: porque es proposición bien católica, que si no hubiera habido pecado en el mundo, tampoco hubiera enfermedades, que no son otra cosa que castigos del pecado de nuestro primer Padre y de los nuestros propios (…) de aquí que toda enfermedad es castigo y efecto del pecado. Esta forma de juramento de los médicos, la apunta Zaquías en su lib. 6 tít. I q.4 de sus Cuestiones Médico Legales  No. 9 (…), en donde resuelve las cuestiones de cómo peque el médico que no cumple esto y en qué enfermedades está obligado; y si la amonestación la deba hacer por sí, o pueda hacerla por otro, como amigo, párroco, pariente del enfermo, persona religiosa, etc., y si esté obligado a abandonar al enfermo que no cumple su amonestación, y a los cuántos días.

Estamos ante un fragmento elocuente para penetrar en las concepciones de un autor conminado por los avances de la ciencia y determinado por los cánones de su Iglesia. Los médicos, según se desprende del texto, son capaces de hacer su trabajo con la autonomía que dan el saber y la experiencia, pero solo relativamente.

La doctrina de la Iglesia los convierte en apéndices de una regulación de origen sobrenatural a la cual se deben someter obligatoriamente, debido a que pueden perder el alma y el ejercicio de su profesión.

La medicina y los médicos dependen de una decisión de Dios, tan antigua como la creación de un mundo cuyo origen se debió a la aparición del pecado y cuyo desenlace depende, a la fuerza, de librarse del yugo del pecado.

No escapará el lector al hecho de que Navarrete se refiere a un entorno distinto del medio físico y a unos motivos intangibles, sobre cuya presencia no se reflexiona en una Facultad de Medicina. Quizá tampoco se le escape un detalle de importancia: no solo estamos ante un entendimiento de la enfermedad que desaparece en las postrimerías coloniales. ¿Acaso no prevalece en la actualidad, con el maquillaje y el pudor correspondientes?