Prefiero un hegemon democrático - Runrun
Alejandro Armas Ago 27, 2021 | Actualizado hace 1 mes
Prefiero un hegemon democrático
Parece mentira que haya que explicar que un hegemon democrático, como Estados Unidos, es preferible a uno autoritario. Quienes celebrarían el desplazamiento de Washington por Pekín, no tienen idea de la clase de oscuridad que están deseando

 

@AAAD25

Estados Unidos es sin duda una nación prodigiosa. Detenta el honor de ser la república más antigua del mundo aún en pie, y en todo ese tiempo ha sido excepcionalmente estable. Una sola Constitución, enmendada varias veces, pero una sola al fin. Ningún golpe de Estado. Una sola guerra civil, en la que además triunfaron “los buenos”, si se me permite el infantilismo. En el siglo XX se convirtió en una de solo dos superpotencias y emergió de esa centuria como la única. Sin intención de estimularles el nacionalismo excesivo que a veces se les achaca, creo que los estadounidenses tienen muchas razones para sentirse orgullosos de su país.

Empero, ese no es el aire que se respira por estos días allá. A muchos norteamericanos los aflige la sensación de que la patria está en franca decadencia. No es solo por la manera en que han manejado la crisis del coronavirus y sus consecuencias económicas, ámbito en el que más bien ha habido altibajos y el desempeño generalizado no es un desastre total comparado con el de otros países. Sucede además algo parecido a la experiencia política norteamericana de la década de 1970, caracterizada por la humillación en el terreno internacional y el escándalo en casa. Productos respectivos de la derrota en Vietnam y de Watergate.

Hoy, Estados Unidos vuelve a retirarse sin cumplir sus objetivos en un país subdesarrollado y muchísimo más débil. Y mientras que Richard Nixon trató de ocultar sus fechorías por todos los medios a su disposición, Donald Trump las exhibió con total desparpajo, llegando a incitar a una turba de fanáticos para que frenen en el Congreso la consagración de la victoria electoral de su contrincante.

Cabe preguntarse si estamos ante el fin de la Pax Americana. Para muchos dentro y fuera de EE. UU., la respuesta es afirmativa. A mí me parece un poco anticipado responder a la pregunta con tanta seguridad. De una forma u otra. Porque también están los que creen que tal escenario no puede darse, como si el Tío Sam estuviera destinado a ser un campeón imbatible por los siglos de los siglos en virtud de alguna ley divina. Mucha fe, quizá en niveles conmovedores, pero no hay ningún fundamento concreto para este pronóstico. La historia indica por el contrario que los “hegemones”, o potencias dominantes, tienen fecha de caducidad. Pasó en la Edad Antigua con los imperios de Alejandro Magno y romano. Pasó también en la modernidad con el Imperio británico. Al despuntar el siglo XX, Londres se veía invencible. Tomó solo medio siglo para reducirlo a una potencia secundaria. No hay razones para asumir que su excolonia esté blindada contra una suerte similar.

Pero el poder odia un vacío. Es más, pudiéramos decir que el poder es como la materia o la energía en el viejo adagio físico atribuido a Lavoisier: no puede ser destruido, sino transformado. O, dicho de mejor forma, solo puede cambiar de manos. Jamás desaparecer.

En un cosmos poblado por entes diversos, la desigualdad de fuerzas es solo uno de sus rasgos naturales. En el caso de los seres humanos, de esa desigualdad, así como del deseo igualmente natural de hacer realidad los intereses individuales, surgen relaciones de poder. Podrán ser civilizadas (Arendt), brutales (Weber) o sutiles (Foucault), pero siempre están ahí. El patrón se extiende a los Estados. Poder que deja uno, poder que toma otro.

Así que la existencia de hegemones sería otra de las reglas de la historia. Por definición, los hegemones solo pueden ser uno o conformar un grupo de pocos. Si el mundo es un polvoriento pueblito que hace de escenario para un western de John Ford, quizá sí quepan dos o hasta tres sheriffs, pero no más. Es por eso que el discurso antihegemónico en general suena tan ridículo y hueco. En Venezuela lo podemos ver desde los apéndices diplomáticos del régimen chavista, con su estridencia a favor de un “mundo multipolar” donde todos los Estados tengan el mismo peso… Mientras el mismo régimen alegremente acepta dictados de Moscú, de Pekín y hasta de La Habana.

Por supuesto, la parte fuerte en cualquiera de esos vínculos bilaterales no va a aceptar voluntariamente una transformación que convierta a la parte débil en su igual. La parte débil lo sabe y le importa poco o nada, aunque su propaganda hipernacionalista simule lo contrario.

Pero creo que divago. A ver, si Estados Unidos dejara de ser el hegemon de hegemones, la pregunta que necesaria e inquietantemente sigue concierne a la identidad del que tomase su lugar. China es el candidato que hoy luce con más probabilidades. Hay quienes ya se han dado cuenta y ven este futuro hipotético con entusiasmo. Otros, con temor. Como se imaginarán, pertenezco a la última categoría.

Bien sea por un antinorteamericanismo pueril y resentido, por admiración a la política autoritaria o ambas cosas, hay gente que de verdad celebraría el desplazamiento de Washington por un régimen intensamente represor y censor, por no hablar de los horrores perpetrados contra los uigures del Xinjiang. No tienen idea de la clase de oscuridad que están deseando. O sí la tienen pero no les importa.

Una vez que se entiende el carácter inevitable de los hegemones, a los países más débiles y sin posibilidad de volverse hegemones, en el corto o mediano plazo al menos, solo les queda meditar sobre el tipo de hegemon que quieren.

Parece mentira que haya que explicar que uno democrático, como Estados Unidos, es preferible a uno autoritario, como China.

No es que el águila sea culturalmente superior al dragón. No es que Occidente tenga una ventaja moral sobre las civilizaciones orientales, como pontifican algunos tontos alucinados por lo peorcito de las teorías de Samuel Huntington. La diferencia radica más bien en un juego de incentivos políticos internos, así como sus consecuencias internacionales, cuya validez es universal.

Ciertamente Estados Unidos ha cumplido con su papel de “policía del mundo” pensando en sus propios intereses y seguridad, a veces cometiendo crímenes horrendos como el uso desproporcionado de su fuerza bélica o el apoyo a dictaduras corruptas y sanguinarias pero afines. Sin embargo, su condición de democracia la lleva a portarse mejor que cualquier rival autoritario.

La Casa Blanca y el Congreso son responsables ante sus millones de electores. Si sus ocupantes quieren ser reelectos, deben mantener a los votantes conformes. La política exterior no será prioridad en tal sentido para el ciudadano común, pero tampoco es ignorada del todo. Esos millones de estadounidenses, por supuesto, prefieren que su gobierno sea un agente positivo en el resto del planeta que otra cosa, y lo instarán a enmendar la plana si en ese ejercicio está fracasando, como muestra el clamor contra intervenciones militares que no se han traducido en las mejoras esperadas para la población de las zonas intervenidas.

Además, los gobiernos democráticos piensan muy bien qué guerras emprenden antes de disparar la primera bala. Por lo general escogen solo aquellas que están casi seguros de que van a ganar, considerando que una derrota costosa en vidas y recursos sería castigada con severidad por los votantes. Por eso Washington tiene muchas más victorias que derrotas en su haber.

La cosa es muy distinta con las dictaduras. Los politólogos Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith (2011) explican que, como no tienen que rendir cuentas ante las masas, las elites gobernantes en los regímenes autoritarios tienen mucho más margen de maniobra para involucrarse en guerras de forma rapaz. Pensando en el botín que puedan sacar en el territorio intervenido. Tampoco se lo piensan mucho, porque si pierden, de todas formas el costo es relativamente menor. Todo marcha bien mientras se cuente con el apoyo de soldados y policías, a los que se mantiene fieles con recursos materiales antes que con una gloria nacionalista intangible. Si los ciudadanos protestan contra la derrota, los reprimen y fin de la historia.

Por lo tanto, una superpotencia autoritaria sería sinónimo de un mundo mucho más caótico y cruel. Un mundo donde la promoción de la paz, la democracia y los derechos humanos sería mucho más difícil. Estados Unidos podrá ser imperfecto y a veces hasta hipócrita en la exportación de estos valores, pero no veo que China o Rusia, aunque ambicionen tomar su lugar, estén interesadas en hacer un mejor trabajo por el resto mundo. Hora de ver el globo como adultos que no solo hacen el esfuerzo ético que inevitablemente lleva al reconocimiento universal de la dignidad del ser humano como norte (lo cual implica defender la democracia en todos los frentes), sino que además se inclinan por aquello que, aunque no esté exento de vicios, se acerque más al ideal.

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