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La gran claudicación liberal

Liberales, no se adhieran al conservadurismo populista esperando que los salvará de la izquierda. Es un atajo ilusorio. Mejor es asumir el desafío de adaptarse a los nuevos tiempos

 

@AAAD25

Bueno, la posibilidad de un referéndum revocatorio contra Nicolás Maduro fue rematada antes incluso de lo esperado. A juzgar por la última rueda de prensa de la Plataforma Unitaria (vaya que la MUD tiene más avatares que Vishnu y Shiva juntos), la coalición opositora entró en modo de preparación para las elecciones presidenciales de 2024. Aunque en Venezuela nunca se sabe, no hay sucesos de política nacional relevantes en el horizonte. En consecuencia, este es un buen momento para prestar atención a otros asuntos.

Este es un artículo que espero lean sobre todo los militantes del liberalismo. Espero que el título les haya llamado la atención. Desde hace tiempo, tengo una inquietud que les incumbe. Me pregunto, ¿qué son esas malas juntas? ¿Qué hacen de pronto llamando a ver conferencias de Agustín Laje o videos del recientemente fallecido Olavo de Carvalho? ¿Cómo es que ven en Vox lo que España necesita?

Comenzaron de manera discreta, como quienes no quieren la cosa. Pero ahora lo reconocen de manera ruidosa, lo cual valoro, en aras de la honestidad que en la esfera pública nos permite saber con quiénes estamos hablando. Así ha sido, pues, la formación de una gran alianza entre liberales y conservadores, vista sobre todo en el Occidente desarrollado y reproducida con menor notoriedad en Latinoamérica, como suele ocurrir con todo lo que nos llega desde el norte.

Antes que nada, quiero aclarar qué es lo que no me inquieta. No tengo casi nada de conservador y casi siempre me encontrarán en una posición contraria a lo que un conservador cree. Pero tampoco me parece que el conservadurismo sea en sí mismo peligroso e indigno de pertenecer al debate público. Ergo, no todo acercamiento entre conservadores y liberales es algo malo. De hecho, más o menos eso era el Partido Republicano estadounidense en tiempos de Ronald Reagan, así como su coetáneo, el Partido Conservador británico dirigido por Margaret Thatcher. Aunque uno tenga profundos desacuerdos con estos campeones de la derecha finisecular, es difícil verlos, o a lo que representan, como una amenaza para la política civilizada.

Pero, como sabemos, el conservadurismo en Europa y Norteamérica ha dado un giro inquietante en este primer cuarto del siglo XXI. Se ha vuelto en demasiados casos colérico, populista, paranoico, intolerante y autoritario. De los argumentos dignos de discusión pasó a los bulos conspirativos. De admirar a Reagan y Thatcher a venerar a Donald Trump y Viktor Orbán.

Es con este conservadurismo reaccionario e intransigente que algunos liberales quieren tender puentes.

Algunos van más allá y pretenden ser una fusión de ambas ideologías, la ya “memificada” identidad del “liberal en lo económico y conservador en lo social”. Me parece problemático por varias razones, obviando el hecho de un pacto con enemigos de la democracia. Pero antes, ¿cómo se llegó a esto?

Tengo una hipótesis. No es ningún secreto que los héroes intelectuales del liberalismo por siglos consagraron el grueso de sus estudios a la economía: Adam Smith, Friedrich Hayek, Milton Friedman, etc. Aunque sus premisas básicas, en el nivel más abstracto, tienen mucho más que ofrecer, al liberalismo se le asocia principalmente con temas económicos como regulaciones financieras, impuestos y emisión monetaria. Ello les aseguró un papel preponderante en los grandes debates políticos en aquellos países que se desarrollaron más que otros en los 250 años que median entre la Revolución industrial y el fin del siglo XX.

Pero cuando esas sociedades avanzaron hacia la era de los servicios, las grandes tecnologías y la economía del conocimiento; y en paralelo alcanzaron un grado de desarrollo por el cual las necesidades básicas del grueso de la población quedaron cubiertas, las polémicas económicas quedaron relegadas a un papel secundario. El protagonismo lo cobraron los asuntos socioculturales. Eso lo supieron aprovechar dos corrientes ideológicas. A saber, la nueva izquierda posmarxista, con sus articulaciones identitarias y anticapitalistas sugeridas por el matrimonio Mouffe-Laclau; y el conservadurismo, que ha reaccionado para preservar como sea las viejas convenciones sociales que aquella busca destruir. El liberalismo, en cambio, por su obsesión atávica con la economía, ha quedado un poco relegado.

Así que, al verse incapaces de movilizar suficientes apoyos por cuenta propia, muchos liberales han decidido abrazar a los conservadores, que tienen más resonancia popular, para hacer frente al enemigo común izquierdista. Eso, insisto, no siempre es malo. Pero sí lo es cuando los aliados conservadores pertenecen a la variedad populista y antidemocrática. Aunque no puedan manifestarlo en público en aras de preservar el pacto, sospecho que a algunos de estos liberales les incomodan no pocos aspectos de sus “compañeros de lucha”, y de que no se les acercarían si sus propias circunstancias fueran más favorables. En otras palabras, el pacto es una especie de claudicación.

Ahora sí, veamos cuáles son los grandes problemas del contubernio indecente. El primero es que va contra la esencia misma del liberalismo, que no es otra cosa que anteponer la libertad del individuo como virtud para la vida en sociedad. No hay ninguna diferencia entre avalar que el Estado, un ente colectivo, dicte a los individuos qué precio deben fijar al producto de su trabajo, y avalar que ese mismo Estado dicte a los individuos con quién pueden contraer matrimonio civil partiendo del sexo biológico como criterio y en atención a las preferencias de una comunidad religiosa, otro ente colectivo.

El mejor postulado sobre la validez o invalidez de la restricción de la libertad individual nos viene de las propias filas del liberalismo. Me refiero al “principio del daño” de John Stuart Mill, el cual sostiene que solo es válido hacerlo cuando esa libertad produce un perjuicio empíricamente verificable en otros.

Martha Nussbaum, filósofa estadounidense contemporánea, partió de este principio para cuestionar la “política del asco”, que supone la imposición de un orden social que restringe la libertad del individuo no para prevenir un daño empíricamente verificable, sino el disgusto moral de un colectivo humano que obedece a consideraciones metafísicas o espirituales. Por ejemplo, la legislación restrictiva con fundamento religioso que el conservadurismo a menudo promueve. Todo eso debería ser inadmisible para un liberal pleno.

El segundo problema radica en la efectividad de la alianza. Puesta en práctica ha demostrado ser un negocio de retornos irregulares, en el mejor de los casos. El populismo ultraconservador no está manteniendo a la izquierda fuera del poder en demasiados casos como para que se le considere un éxito seguro o casi seguro. Trump fracasó en su intento de reelección aunque fue peligrosamente más lejos que cualquiera de sus predecesores tratando de evitar ceder la Casa Blanca a un rival.

Al otro lado del Atlántico, la ocupación de gobiernos por partidos afines se limita a un puñado de países en Europa Oriental de poco peso geopolítico. Ni hablar de Latinoamérica, donde el subdesarrollo dificulta que las cuestiones socioculturales marquen la pauta política. Y es que hasta en Chile, una de sus naciones más prósperas, la nueva izquierda encarnada en Gabriel Boric se impuso sobre José Antonio Kast, la opción conservadora. En Brasil, Jair Bolsonaro muy probablemente será aplastado por Lula da Silva en las presidenciales de este año.

Por último, el tercer problema atenta contra el interés propio. Al ser el socio minoritario en la coalición, el componente liberal está en franca desventaja a la hora de planificar una agenda gubernamental. Tiene las de perder cada vez que sus posturas chocan con las del socio fuerte. Peor aun es el riesgo inherente a colaborar con la elevación al poder de un factor autoritario. Una vez que este desmantela las estructuras democráticas del Estado, puede darse el lujo de prescindir del apoyo mayoritario y desechar a sus colaboradores si le resultan incómodos. También puede atravesar transformaciones ideológicas a su antojo. Un gobernante autoritario que hoy tiene creencias socialmente conservadoras y económicamente liberales, mañana pudiera despojarse de cualquiera de estas dos facetas.

Como sujeto sin militancia ideológica pero creyente en que el liberalismo ha sido de las corrientes de pensamiento que más han contribuido con la civilización moderna, mi consejo a todos los liberales es que no acepten la claudicación. No se adhieran al conservadurismo populista esperando que los salvará de la izquierda. Es un atajo ilusorio. Mejor es asumir el desafío de adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas preocupaciones.

No tengo dudas de que el liberalismo tiene mucho que ofrecer, sin abandonar sus principios, a grupos histórica e injustamente marginados. Si lo consiguen, dejarán de ponérselos en bandeja de plata a la izquierda identitaria. Y aunque en el grueso de Latinoamérica todavía no se han consolidado a la cabeza del debate público los mismos temas que en el Occidente septentrional, para allá vamos nosotros también, poco a poco. En latitudes más frías, ya es tarde. Pero acá hay una oportunidad para el liberalismo de afincarse en estos asuntos y estar listo para abordarlos de cara a las masas antes incluso de que se masifiquen. No desperdicien esta oportunidad, amigos liberales.

La guerra contra Occidente

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