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Una virtud inherente, pero insuficiente

¿Por qué la gente le da la espalda a la democracia? Pues porque la relación del ciudadano común con la forma de gobierno de la nación que habita rara vez es deontológica. Por lo general es utilitaria

 

@AAAD25

Siguen las dificultades para el orden democrático a lo largo y ancho del planeta. La revista The Economist acaba de emitir el informe más reciente de su Índice de democracia, uno de los estudios más respetados académicamente sobre la salud de esta forma de gobierno, urbi et orbi. Como ha pasado en años anteriores, el diagnóstico no es alentador. Solo 8 % de la población mundial vive en democracias plenas, mientras que 40 % habita Estados con regímenes autoritarios. 

Lo más preocupante es que, si bien en algunas partes del mundo (sobre todo África), el golpe de Estado sigue siendo algo frecuente, durante el siglo XXI ha emergido una forma más sutil de desmantelamiento de la democracia. No la liquidan de un tiro, sino que se le desarrolla un cáncer que la va matando poco a poco. A menudo, de la mano de mandatarios electos democráticamente pero que luego abusan de su poder para socavar las instituciones democráticas y republicanas.

TALITA CUMI

Pudiera uno creer que los venezolanos estaríamos particularmente inoculados contra este tipo de politicastros, ya que eso fue exactamente lo que hizo Hugo Chávez. Pero ahora tenemos a un número impreciso de compatriotas fascinados por el presidente salvadoreño Nayib Bukele (que hace algo muy parecido a Chávez) y manifestando fantasías de que surja un émulo local. Dentro de la misma nación centroamericana, la popularidad de Bukele es abrumadoramente alta, como demuestra su victoria aplastante en las recientes elecciones presidenciales. A los millones que votaron por él les importó un comino que su candidatura fuera inconstitucional.

¿Por qué la gente le da la espalda a la democracia? Pues porque la relación del ciudadano común con la forma de gobierno de la nación que habita rara vez es deontológica. Por lo general es utilitaria.

En otras palabras, la mayoría de las personas se inclina por aquel gobierno que le brinde mayor calidad de vida, determinada a su vez por experiencias concretas de su cotidianidad, como poder adquisitivo, infraestructura pública y seguridad ciudadana. Las abstracciones éticas típicamente asociadas con la vida en democracia (e. g. libertad, justicia, etc.) tienen una capacidad mucho más restringida para persuadir a las personas sobre qué es preferible. De manera que una apelación a la conciencia moral de las masas (“Debes apoyar la democracia porque ella va de la mano con estos valores”) difícilmente tendrá el resultado esperado.

Ahora bien, ¿significa esto que ha quedado refutada la supremacía de la democracia entre las formas de gobierno conocidas? No. La democracia tiene una ventaja inherente con respecto a las demás opciones. Algo que la hace especial. Y afortunadamente, es algo con valor utilitario. A saber, que brinda infinitas oportunidades para corregir errores gubernamentales, sin traumas. No importa cuántos gobiernos terribles haya. En democracia siempre habrá otra oportunidad para escoger algo mejor. Si consideras que todo se ha puesto carísimo bajo un gobierno o que ha aumentado la delincuencia, puedes votar por una alternativa en la próxima elección. Con los regímenes autoritarios no pasa lo mismo. 

No faltan, sin embargo, los que desechan este argumento señalando que hay gobiernos que nunca necesitan ser cambiados, pues las cosas jamás marcharán mal bajo su égida. Este es el caso de las doctrinas totalitarias como el fascismo o el marxismo. O de los líderes populistas ideológicamente vagos pero muy carismáticos, como Bukele (recuérdese, como explicó Weber, que el carisma es irracional). Los apologistas del autoritarismo insisten en que el gobierno de su preferencia tiene las respuestas para todo. Pero se equivocan o mienten.

La historia ha demostrado que no hay gobierno infalible. ¿Hasta cuándo seguiremos con la fantasía platónica del “rey filósofo” (Bukele, a propósito, se identifica como tal en su cuenta de Twitter)? No importa cuán sabios sean los mandatarios. Tarde o temprano las cosas empezarán a ir mal. Esa es la consecuencia necesaria de la imperfección humana. Saberlo todo es un rasgo exclusivo de Dios, si es que existe. Pero quienes gobiernan no son dioses. Son seres humanos. Por eso la creencia en un gobierno infalible es insólitamente arrogante y la atribución de un manto de infalibilidad a un mandatario es un culto a la personalidad, una forma de endiosamiento siempre ridículo y que aun así puede cautivar a millones de personas.

Pero la ventaja inherente de la democracia tiene una debilidad: es en esencia una promesa. Una promesa de cumplimiento garantizado, pero promesa al fin. Ello implica que es una ventaja siempre proyectada hacia el futuro. Y, lamentablemente, muchas veces la gente no piensa en el futuro o no le da mucha importancia. Sobre todo, cuando en el presente hay problemas graves (la pobreza en Venezuela en 1998, la delincuencia en El Salvador hoy, y así). Pero esta tendencia no por real es sabia o prudente. No es bueno mandar al demonio toda consideración sobre el futuro con tal de atender una cuestión del presente, por urgente que esta sea. 

Dice Heidegger que el rasgo existencial del Dasein, ese ser que se pregunta sobre sí mismo, es la importancia que se da a sí mismo y al mundo en el que fue “arrojado”. Al ser temporalizada dicha importancia, el futuro no es más que el entendimiento, la proyección de nuestras posibilidades. De manera que desdeñar el futuro es suspender nuestro entendimiento. Estas tesis ontológicas pueden sonar complicadas, pero, como todo pensador, Heidegger lo que hace es presentar unas conclusiones a las que todos deberíamos poder llegar. ¿No es acaso, en esta oportunidad, lo que hace un progenitor cuando aconseja a su hijo pensar en su futuro?

Es importante entonces reconocer la ventaja inherente de la democracia. Pero me temo que no es para nada suficiente. Convencer de ello a millones de personas es una labor cuesta arriba y tal vez como Sísifo con su roca. Es luchar con demasiadas pasiones. Por eso, las democracias tienen que enfatizar ese mensaje, pero también hacer mucho más. Tienen que ser eficaces. Tienen que brindar soluciones a problemas reales del ciudadano común. Tienen que dar al traste con la corrupción. Nada aleja más a la sociedad de la democracia que la visión de que sus funcionarios son negligentes o incompetentes, y de paso ladrones. No es casual que estos flagelos sean endémicos en democracias frágiles, como las latinoamericanas. Remito de nuevo al caso salvadoreño, donde el descontento con la clase política previa a Bukele es comprensible. Al final, las instituciones son de la calidad de las personas que las hacen posibles.

Los demócratas del mundo tienen, pues, que asumir ese compromiso. Porque la virtud inherente de la democracia no les va a hacer la tarea.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

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