Rafael María Baralt y la historia al servicio de la política - Runrun
Rafael María Baralt y la historia al servicio de la política

@eliaspino

Cuando la Historia se ha establecido como ciencia, es decir, como disciplina capaz de crear conocimientos sobre el pasado con la autonomía que concede el progreso de sus métodos y sus técnicas, se reduce cada vez más la posibilidad de que sus oficiantes la utilicen para propósitos banderizos.

La verdad que mana de la investigación profesional es capaz de soportar, en la mayoría de los casos, la presión de los poderosos que la quieren manipular.

En un célebre texto, Paul Valery asegura que la historia “es el producto más peligroso que la química del intelecto haya elaborado”. Se refiere a los libros que utilizan los mandones y los ricos para imponer sus intereses, y para que la gente sencilla los considere como camino exclusivo para acceder a una etapa dorada de la sociedad. Pero no se está ante una situación necesariamente perniciosa, o ante la alternativa de una reunión de engendros capaces de crear conductas oscuras y tonterías lamentables, sino ante vínculos que pueden encontrar una explicación que no escandalice. Tal es el caso del imprescindible Resumen de la Historia de Venezuela que debemos a Rafael María Baralt.

¿Qué falta en Venezuela, después de la Independencia y de la separación de Colombia? La descripción de la epopeya y la explicación del secesionismo. El camino que empieza requiere una aproximación a sus antecedentes que permita, no solo la exaltación de un itinerario inédito, sino también el encuentro de pasajeros entusiastas para el viaje que apenas comienza.

Durante la guerra contra los realistas nadie tuvo tiempo para ponerse a escribir sobre lo que sucedía, sino solo fragmentos de propaganda que se redactaban y leían en volandas. Cuando la política aconseja el alejamiento de Bolívar y de Bogotá, las palabras airadas se imponen ante la posibilidad de recoger unos anales sobre cuya conclusión solo unos pocos quieren apostar. De allí la necesidad que tiene el gobierno venezolano, que se estrena con Páez a la cabeza, de encontrar la pluma adecuada para la escritura de nuestra primera Troya. Pero, a la fuerza,  se debía escribir sobre una lucha esforzada y legítima y sobre un promisor futuro, desde luego. Era una posibilidad calva para estrenar peluca frondosa y atrayente, no faltaba más.

Todo perfectamente comprensible, pero también susceptible de prevenciones para no caer por inocentes hasta la consumación de los siglos. Llegamos así al encargo que el gobierno de la recién estrenada República de Venezuela hace a Rafael María Baralt y a un compañero llamado Ramón Díaz, para que  escriban un manual de historia que nos incorpore con creces a las expectativas del siglo después de labrar con fina aguja las razones que nos hicieron crecer y madurar.

Estamos en 1841 y es entonces cuando se estima la necesidad de una carta de presentación que no nos haga parecer como advenedizos, ni como productos de una aventura. Razones plausibles, desde luego, pero también motivos para la cautela. La obra puede caber entre las sospechosas de provocar envenenamientos colectivos, como los que denuncia Valery, si no advertimos que el encargado no se encarga de fabricar una evolución estrafalaria que produzca escándalos en su tiempo y en el futuro. Más bien mete el freno habitualmente, menos en las rutas escabrosas que requieren velocidad y pericia.

La parte más digna de desconfianza con la cual topamos en el escrito de Baralt es la que se refiere al período colonial. Si Venezuela ha hecho la guerra para acabar con el antiguo régimen, y si los mandatarios que le encargan el trabajo han llegado al poder después de esa guerra, seguramente no hará la loa de lo que sucedió durante el dominio español, sino todo lo contrario.

En consecuencia, aparecen así ante la vista del lector las primeras evidencias sobre la leyenda negra de España que se escriben de manera coherente entre nosotros.

La idea de la administración ineficaz y tiránica que se establece a partir de 1492 y hasta 1810, especialmente la afirmación sobre cómo la Corona nos explota, arrincona y subestima como política invariable, dominan extensos espacios del manual. Estamos ante una generalización sin fundamento, o ante la reiteración de teorías divulgadas con más inquina que veracidad por los pensadores ilustrados del siglo XVIII, que ahora se incorporan a la memoria de la sociedad sin advertir siquiera que se está frente a una exageración o, mucho peor, ante la negación de unos fundamentos culturales sin cuyo impulso jamás hubiéramos llegado a los procesos de independencia política.

La parte más admirable se encuentra en su reconstrucción de los episodios de la independencia, porque Baralt debe lidiar con las simpatías y las antipatías dejadas por la conflagración y con los intereses de quienes participaron en ella que ahora están en las alturas, manejando el país y cancelando la nómina. En especial, debido a que debe inaugurar un sitial especialísimo para Bolívar, es decir, para la celebridad ante cuya influencia se rebelaron sus patronos para crear una república autónoma.

La maestría en la creación de nuestro primer catálogo de héroes y villanos es destacable, porque llega a un equilibrio que solo la posteridad se ocupará de trastornar, especialmente en nuestros tiempos de “revolución bolivariana”. No abundan los odios que pretende dejar como herencia a las nuevas generaciones, y la prolijidad de las loas no es una característica cargante en sus páginas. De allí que, seguramente debido al empeño de concordia que prevaleció en las primeras décadas de desarrollo autónomo, el legado del historiador fundacional soporte el paso del tiempo porque no alimenta el choque de las opiniones.

Lo cual no quita peso a la observación del principio, sobre los riesgos que corren las exploraciones de la memoria de las sociedades cuando se vinculan a objetivos políticos.

En el predicamento de Rafael María Baralt topamos con una iniciación que realmente no genera escándalos, sino las cautelas que dominan la obligación de los historiadores profesionales que produjo el futuro. Más bien nos puede producir roncha por las excelencias de su pluma, por la calidad de su prosa, por las virtudes de su estilo, pero eso es harina de otro costal. Lo pueden comprobar, amigos de Runrunes, si se dan el gusto de leer al escritor de altos vuelos que nos dejó el primer gran compendio de historia patria.

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