Cómo y por qué estar en paz con la diáspora - Runrun
Cómo y por qué estar en paz con la diáspora
Se han formado dos estereotipos negativos sobre émigrés y arraigados. Sobre todo, en cuanto a la manera en que ambos entienden la realidad política venezolana

 

@AAAD25

La escasez de bienes de primera necesidad será cosa del pasado en Venezuela. Pero hay cosas que siguen faltando de manera alarmante. Entre ellas, estadísticas públicas. Venezuela es desde hace años un desierto en cuanto a cifras recolectadas por el Estado. También el chavismo arrasó con eso. Faltan números sobre el desempeño macroeconómico del país, sobre nuestra situación epidemiológica, etc. Esta carestía es típica de regímenes autoritarios que, consciente o inconscientemente, entendieron a la perfección la relación entre conocimiento y poder descrita por Foucault.

De ahí que nieguen de manera sistemática a los ciudadanos información que debe ser de conocimiento público. Una vez que se entiende tal intención, la información que sí es difundida por el Estado es objeto natural de sospecha. De ahí que, por ejemplo, sea difícil tener una idea de algo tan básico como la población de Venezuela actualmente, cosa que en otras circunstancias tocaría al Instituto Nacional de Estadísticas decir.

Afortunadamente, hay fuentes alternativas dignas de confianza. En su iteración de 2022, la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), realizada por la Universidad Católica Andrés Bello, indicó que el número de personas en el país se había contraído a poco más de 28,3 millones. Entretanto, la ONU calcula que hay alrededor de siete millones de venezolanos regados por otros países del mundo. Es decir, la diáspora ya es un cuarto de la población venezolana en la madre patria. Una calamidad demográfica, cuya responsabilidad nunca podemos dejar de señalar. Pero hasta cierto punto es irreversible. El mayor incentivo para el regreso de esos venezolanos sería una recuperación de la economía y el regreso de la calidad de vida anterior a la crisis humanitaria, lo cual es extremadamente improbable en el corto o mediano plazo. Entre más tiempo pasen esos venezolanos afuera, echando raíces dondequiera que los hayan alojado y emprendiendo nuevas vidas, menos voluntad de devolverse tendrán.

Entonces, es momento de pasar a la última etapa en el Ciclo de Kübler-Ross sobre el luto: la aceptación. Tendremos que lidiar con el hecho de que, por primera vez en nuestra historia, seremos como los irlandeses, los italianos, los judíos, los mexicanos o los chinos, con millones de paisanos dispersos por el globo terráqueo. Tendremos que buscar formas de superar las desventajas inherentes a dicha situación. Y también sacarle provecho colectivo. Porque no toda consecuencia es nefasta. Hay también aspectos benéficos. No me refiero solamente al envío de remesas o cualquier otro dinero remitido por los expatriados a sus familiares que se quedaron. Hablo también de venezolanos profesionales que, allende nuestras fronteras, tendrán oportunidades para la formación y el desarrollo individuales que, tal vez, el statu quo excluyente en su propio país les niegue. Los conocimientos y herramientas que allí adquieran pueden ser de ayuda en la eventual recuperación de Venezuela, incluso si ellos deciden no regresar.

Es por eso que lo ideal es que la relación entre el éxodo y los venezolanos en Venezuela sea lo más positiva posible.

En tal sentido, preocupa un poco ver cierta desconexión entre ambos grupos, no pocas veces aliñada con intercambios amargos de palabras. El tema a menudo es qué hacer ante la decadencia política, económica y social del país bajo el gobierno chavista. Me parece que, por la desconexión, se han formado dos estereotipos negativos sobre émigrés y arraigados. Sobre todo, en cuanto a la manera en que ambos entienden la realidad política venezolana.

El expatriado, libre del miedo a represalias, es muchas veces tenido por excesivamente radical, dispuesto a que se ejecute cualquier medida que considere que puede llevar al fin del gobierno de Maduro, aunque ello perjudique de forma colateral a los venezolanos en Venezuela. Estos, por su parte, son considerados a veces conformistas y mediocres, por no hacer ni soportar lo necesario para acabar con tanta abyección, ni seguirles los pasos a los otros para probar suerte en un entorno más digno.

Estos son, por supuesto, arquetipos grotescos y concebidos a partir de prejuicios. Porque, aunque con toda seguridad hay individuos en ambos conjuntos que calzan con la descripción, no puede decirse eso de todos. Sin entrar en consideraciones sobre cuál postura es la correcta, porque eso es harina de otro costal, puedo decir que sé de venezolanos en Bogotá y Buenos Aires bastante moderados en su visión sobre qué hacer con el chavismo. Inversamente, conozco a otros que siguen aquí y son bastante “cabezas calientes”.

Con aquel punto de partida ya irracional y nocivo, se ha vuelto tristemente común el que conciudadanos en Venezuela pretendan acallar cualquier opinión de un emigrado señalando que solo quienes vivimos acá estamos moralmente habilitados para comentar sobre lo que debemos hacer. ¡Vaya ridiculez! No soy de los que creen que toda persona está obligada a guardar un vínculo telúrico con su nación, pero sí creo que ese vínculo es un derecho. Por lo tanto, hasta el venezolano que lleva veinte años o más fuera de su patria está facultado para opinar al respecto. Imagínense haberle exigido, en los años 80 del siglo pasado, a Reinaldo Arenas que se callara la boca sobre Cuba porque se había ido de la isla. Probablemente hubo cubanos que lo hicieron. Y si él los hubiera escuchado, no tendríamos ese estupendo testimonio sobre los horrores del castrismo que se titula Antes que anochezca. Volviendo al caso venezolano y apartando abstracciones, pretender que los expatriados no digan nada sobre su país es un escupitajo al hecho de que prácticamente todos ellos tienen familiares y/o propiedades aquí, por lo que es natural que se preocupen sobre la suerte de estos lares.

Dicho esto, solo hay una condición que creo que nuestros paisanos afuera deberían honrar. A saber, abstenerse de exigirnos a los que permanecemos aquí que hagamos sacrificios que ellos no están dispuestos a hacer, por el bien de Venezuela. No creo que sea necesario evocar todas aquellas veces cuando un venezolano en Madrid o Miami nos reprochó el que no “marchamos a Miraflores”. Todos conocemos esa risible disposición a ver los toros solo desde la barrera y a endosar a otros el papel de Manolete ante el Islero chavista.

Pero ahora además hay quienes pretenden que uno se cale que desde el exterior le digan que no puede tener ni un minuto de disfrute en Venezuela. Porque expresar alegría de alguna manera desmiente que nuestro país es un infierno donde todo el mundo es infeliz las 24 horas del día, los 365 días del año o 366 si es bisiesto, con lo cual reducimos la probabilidad de que un vengador foráneo acuda a nuestro rescate. Igualmente, absurdo y desdeñable.

En fin, si evitamos la falacia geográfica que rechaza opiniones solo porque no son emitidas desde aquí, y si los emigrados evitan darnos instrucciones que ellos jamás acatarían, estaremos dando un paso en la dirección correcta para mantener la armonía entre ambos conjuntos. No me parece tan difícil.

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